lunes, 27 de enero de 2014

Actividad de la profesora Ivette González Montoya 

TRABAJO EXTRACLASE 


Los alumnos tendrán que visitar el Museo Mural Diego Rivera con la finalidad de que observen las pinturas del movimiento artístico “Cubismo”, se eligió este museo porque es visitado muy poco, el costo es muy bajo y es ahí donde se encuentra una de las obras más destacas de Diego Rivera “Sueños de una tarde dominical en la Alameda Central”. 

El objetivo de la visita es que los alumnos observen la obra e identifiquen los personajes que se encuentren ahí y descubrir el secreto que se guarda, es decir, identificar dónde y cómo se retrató Diego Rivera para formar parte de su propia obra.

ACTIVIDADES
La primera actividad que tiene que realizar antes de visitar el museo es investigar la biografía del autor y la importancia de la obra “Sueños de una tarde dominical en la Alameda Central”, para cuando ellos estén en el museo no sean ajenos al tema.

Al visitar el museo la actividad será ubicar la obra “Sueños de una tarde dominical en la Alameda Central”, observarla detalladamente y escribir cuáles son los personajes que aparecen y cómo están ubicados, la vestimenta y los elementos físicos que se encuentran ahí, visitaran todo el museo e identificaran una pintura que más les guste y la describir en su cuaderno qué es lo que pueden observar de esa pintura y qué se imaginan que es. 
Al terminar la visita deberán tomarse una fotografía donde les sea posible y firmas o sellar el trabajo que realizaron en el museo.

Ahora enseguida que hayan visto los murales, los estudiantes tendrán que investigar, analizar y leer sobre el cubismo de México y hacer que los alumnos lo entiendan como un movimiento artístico y cuáles son sus características.

Enseguida de que los alumnos hayan investigado sobre dicho movimiento, los jóvenes analizaran y reflexionaran sobre el mural “Sueños de una tarde dominical en la Alameda Central “con un enfoque crítico y reflexivo. Los alumnos tendrán que elaborar un comentario crítico  con la siguiente estructura:

Título del comentario Crítico
Debe ser llamativo, corto y rescatar las ideas esenciales del contenido del comentario literario. El título debe llamar la atención del lector y causarle interés para seguir leyendo.
Introducción
Debe tener mínimo 3 párrafos
La introducción debe contener los datos más importantes del autor, en este caso de Diego Rivera. También deberá describir la ubicación del museo que visitaron y su ubicación.

Desarrollo
Debe contener mínimo  4
El desarrollo debe contener los siguientes datos:
1.    Detalles e información del movimiento literario “Cubismo” (Qué es, cuáles son sus características, en qué año se comenzó a utilizar, quién lo inventó).
2.    Describir el mural “Sueños de una tarde dominical en la Alameda Central”, qué hay en ese mural que lo hace tan popular.
3.    Describir los personajes que aparecen y que importancia tienen en la historia.
4.    Describir el ambiente físico y psicológico (en qué ligar fueron dibujados, qué elementos a parte de los físicos encuentran y por qué creen que son importantes en ese mural.

Conclusión
Debe ser de mínimo 3  párrafos
La conclusión del comentario crítico se basará en las opiniones y análisis de los alumnos, en este espacio tendrán que responder las siguientes preguntas.
¿Qué me gusto del mural? (Describir el por qué)
¿Qué opino sobre el movimiento “cubismo”?
¿Qué opino de la obra “Sueños de una tarde dominical en la Alameda Central”?
¿Por qué Diego Rivera elige a esos personajes para dibujarlos?
¿Qué importancia tuvieron en la historia de México?
¿Por qué es uno de los murales más famosos del autor?
¿Qué da a entender el mural?

Esta es la parte esencial del comentario así que en cada respuesta se debe argumentar las ideas y opiniones que estableces, trata de convencer al lector de que es verdad lo que está escrito.







































Al finalizar el comentario crítico deberá ser entregado a la profesora en hojas blancas con porta que deberá tener los siguientes datos:


Nombre de la escuela


Nombre del trabajo


Nombre del alumno
Grado y grupo
Nombre de las profesoras
Asignatura



                                                                                                        Fecha 


Al trabajo deberán ser agregados la reseña realizada el día de la visita al museo y la fotografía para comprobar la asistencia. 
Actividad del profesor Enrique López Ramos 


TRABAJO EXTRACLASE  QUE   TIENEN QUE REALIZAR AQUELLOS ALUMNOS QUE REPROBARON EL TERCER BIMESTRE DE LA ASIGNATURA DE ESPAÑOL.

PRIMERA ACTIVIDAD

Los alumnos tienen que visitar el Museo Nacional de Bellas Artes con la finalidad de que observen los principales murales de México, se escogió este recinto porque es el que alberga y reúne a los principales muralistas de este país, ya que el Distrito Federal está repleto de pinturas que representan etapas importantes en el desarrollo de esta nación.
Los jóvenes tienen que visitar este lugar con el objetivo de que elijan un mural de los siguientes cuatros autores:
·         Roberto Montenegro
·         Diego Rivera
·         José Clemente Orozco
·         David Alfaro Siqueiros
·         Rufino Tamayo
·         Manuel Rodríguez Lozano
·         Jorge González Camarena
La primera tarea que tiene que realizar al ver el mural, es tomarse una foto para poder cerciorar que los alumnos hayan visitado el museo.

SEGUNDA ACTIVIDAD

Ahora enseguida que hayan visto los murales, los estudiantes tendrán que investigar, analizar y leer sobre el muralismo de México y hacer que los alumnos lo entiendan como un movimiento, a través de que hayan elegido su mural tendrán que revisar algunos datos biográficos del autor. Estas actividades se entregaran en fichas de resumen y adjuntaran la foto.

Enseguida de que los alumnos hayan investigado sobre dicho movimiento, los jóvenes analizaran y reflexionaran sobre el mural que escogieron con un enfoque crítico. Los alumnos tendrán que preguntarse
·         ¿Sigue vigente el pensamiento del pintor?
·         ¿Qué nos quiere dar entender el mural?
·         ¿Se puede contrastar el pensamiento del mural con la sociedad actual?
·         ¿Qué valores puedes ver reflejados en el mural?
·         A través de ver el mural ¿Puedes deducir una ideología?
Los educandos tienen que responder las preguntas en una hoja blanca con la letra más legible que se pueda.

TERCERA ACTIVIDAD

Además de responder las preguntas tienen que realizar un ensayo de dos cuartillas  con base en el siguiente formato:

Título del ensayo
Como ya se ha mencionado en las clases anteriores el titulo tiene que ser atractivo con la finalidad de que otros alumnos quieran leerlos, además el titulo debe tener el nombre del mural y la tesis (opinión).
Ejemplo:
El socialismo y capitalismo reflejado en el mural “El hombre cruce de caminos” de Diego Rivera, en este título la opinión (Tesis)  sería que el joven piensa que hay socialismo y capitalismo en esta pintura por lo cual tendrá que argumentar (defender) esta postura.
Todos los títulos tienen que llevar estos datos, si no los lleva no se aceptará el ensayo.
Introducción
Tiene que señalar los siguientes elementos:
a) Ubicación del mural y autor, mencionar los antecedentes del muralismo y escribir porque surge este movimiento.
b) Señalar sobre qué tema se hablará, en este caso, tienen que escribir sobre la tesis que se abordará, pueden hacer uso de definiciones.
( 4 párrafos)

Desarrollo
Plantear la tesis. Enseguida que escriban su opinión, los jóvenes tienen que argumentar sobre el porqué piensan así.
En esta parte tienes que recurrir a las citas textuales con la finalidad de que el documento se retroalimente con tu análisis.
Recuerda que el ensayo también se le conoce como prosa didáctica; prosa porque es el lenguaje natural y didáctica porque al realizarlo estas aprendiendo.
El ensayo es un despliegue de inteligencia, por lo que al redactarlo aprenderás y los demás al leerlo conocerá, por lo que valora la importancia del ensayo.
Realiza una lista de los pensamientos, definiciones, frases que evoquen en ti el poder de escribir, recuerda que al momento de redactar, tienes que releer para poder encontrar una coherencia en el despliegue de tus ideas.
 (6 párrafos)
Conclusión
Tienes que volver a señalar tu tesis, recuerda que la tesis es tu opinión, así que tendrás que defenderla muy bien.
También puedes mencionar sobre alguna reflexión sobre el mural y la realidad que vive México.
Puedes invitar a los lectores a ver los murales, a que reflexionen sobre las imágenes que representen, mencionar que existe un plano de la expresión y que este lo descubriste porque estas escribiendo un ensayo.
El ensayo es pensar y repensar sobre lo que viste, leíste, escuchaste y más aún reflexionaste.
(4 párrafos)

Bibliografía
Lista de las referencias de los textos que se leyeron y se mencionan en el ensayo. Recuerda que si no sabes cómo realizar la ficha bibliográfica, en tu libro de texto en la página 269 se detalla cómo se realiza.
Nombre
De quien redactó el ensayo (puedes ir después del título o al final del ensayo)


domingo, 12 de enero de 2014


Como un Escolar Sencillo
Senel Paz

Un día recibí una carta de la abuela. La iba leyendo por el pasillo tan entretenido, riéndome de sus cosas, que pesé por mi aula, seguí de largo y entré a la siguiente, donde estaban nada menos que en la clase de Español. Sin levantar la vista del papel fue hasta donde estaría mi puesto y por poco me siento encima de otro. En aula completa se rió. Arnaldo también se rió cuando se lo conté, se rió muchísimo. Nunca se había divertido tanto con algo que me sucediera a mí y me sentí feliz. Pero no es verdad que eso pasó. Lo inventé para contárselo a él, porque a él siempre le ocurren cosas extraordinarias y a mí nunca me pasa nada. A mí no me gusta como soy. Quisiera ser de otra manera. Sí, porque en la secundaria, en la escuela al campo, a mí nadie me llama cuando forma un grupo, cuando se reúnen en el patio, ni nadie me dice que me apure para ir a comer conmigo. Cómo me hubiera gustado que aquella vez, en la clase de Biología, cuando le pusieron un cigarro en la boca a Mamerto, el esqueleto y nos dejaron de castigo, la profesora no hubiera dicho que yo sí me podría ir porque estaba segura de que yo sí que no había sido. Cómo la odié mientras pasaba por delante de todos con la aureola dorada sobre la cabeza. Cómo me hubiera gustado haber sido yo, yo mismo. Pero qué va, yo no fui. Y de mí no se enamoró ninguna muchacha. Sobre todo no se enamoró Elena. Y otra cosa mía es que yo todo se lo preguntó a mi menudo. Lo tomo del bolsillo, sin mirarlo y voy contando los escudos y las estrellas que caen bocarriba. Las estrellas son los sí, a mí las estrellas me gustan más que los escudos. Y un día  al llegar a la carretera me dije que si antes de contar doscientos pasos pasaban cinco carros azules, enamoraba a Elena; y si de la mata de cocos al flamboyán había noventa y seis pasos, la enamoraba; y si el menudo me decía que sí dos veces seguidas, la enamoraba. Pero no la enamoré. No pude. No me salió. No se me movían las piernas aquella vez para ir del banco donde estaba yo al banco donde estaba ella, tomándose un helado. Y estoy seguro de que si Elena me hubiera querido, si hubiéramos sido aunque fuera un poquito novios, habría dejado de ser como soy. Hubiera sido como Raúl o Héctor. Elena tan linda, como esa risa suya, con esa forma que tiene de llegar, de ponerse de pie, de aparecer, de estar de espaldas cuando la llaman y volverse. Lo que hice fue escribirle una carta, dios mío qué vergüenza y a pesar de que le advertí los secretos que eran mis sentimientos, que si no le interesaban no se lo dijera a nadie, no se ofendiera, al otro  día, cuando entré a la secundaria, los de mi aula, que como siempre estaban bajo los almendros, comenzaron a cantar que Pedrito estaba enamorado, pedrito estaba enamorado, de quién, de quién sería. ¿Sería de Elena? De Elena era. Daria dos años de mi vida porque esto no hubiera sucedido. Las muchachas admiraban a los demás porque se reían, conversaban, fumaban, les quedaba tan bien el pelo en la frete y las llevaban a la heladería, al cine, al parque, se les insinuaban, les tomaban las manos aunque dijeran que no, les miraban por los escotes, jugaban fútbol y pelota, se habían fajado alguna vez. Al contemplarlos, los veían alegres y despreocupados, divertidos. Me cambiaría por cualquiera de ellos, menos por Rafael y por Iznaga tampoco. Así es la gente que se necesita, la que hace falta, no los estúpidos como yo. Nadie es de esta manera. Incluso en mi casa no son así. Antes fueron como marchitos, pero de repente despertaron, resucitaron. la primera fue mamá, que un día regresó con Isabel, ambas vestidas de milicianas, y se reían ante el espejo. “Qué nalgatorio tengo”, se quejaba mamá. “Se te marca todo”, decía Isabel. “A ver si se atreve a salir a la calle con esa indecencia”, protestó abuela. Pero mamá se atrevió y le encantaba hacer guardias. Trabajaba ahora en el taller de confecciones textiles y regresaba todas las tardes hablando de sindicato, de reuniones, de lo que había que hacer. “ Por dios, si uno antes estaba ciego”, decía. “Ni muerta vuelvo yo a servirle de esclava a nadie ni a soportar un atropello” y besaba la cruz de su dedos.

Un 26 de julio se fue para La Habana, en camión y con unas naranjas y unos emparedados en una bolsa de nailon, y regresó como a los tres días, en camión, con una boina, dos muñecas,y banderitas en la bolsa de nailon. Estuvo haciendo los cuentos una semana. “Un guajiro se trepó en un poste de la luz altísimo, y desde allá arriba saludaba.” Cuando las hermanas trajeron las planillas para irse a alfabetizar, mamá tomó la pluma con mucha disposición, dibujó un elegantísimo círculo en el aire, y estampó la  firma en todo el espacio que le dejaban, mientras me medía a mí con la vista. Qué negros tenía los ojos esa tarde. Era una de esas veces que parece una paloma. Luego las hermanas eran dirigentes estudiantiles en la secundaria, tenían listas de los alumnos que iban a los trabajos productivos, de los profesores que a lo mejor no eran revolucionarios, y recibieron sus primeros novios en la sala de la casa. Abuela comentaba “A mi lo único que no me gusta de este comunismo es que no haya ajos ni cebollas. Sí, ustedes sí, la que cocina soy yo.” Cuando en la limpieza de un domingo las hermanas retiraron de la sala el cuadro de Jesucristo, vino hecha una fiera de la cocina, echando candela por la boca, y lo restituyó a su lugar. “¿Ustedes no tienen a Fidel en aquella pared?, pues yo tengo a Jesucristo en ésta y quiero ver quién es el guapito que me lo quita. ¿O porque estoy vieja no van a respetar lo mío? Jesucristo ha existido siempre, desde que yo era chiquita.” Gastaba lo último de la vista vigilando a la señora de la esquina no fuera a quemar la tienda que le intervinieron, antes de irse para los Estados Unidos. Cuando por fin se fue, pasó un mes protestando porque la casa también la cogieron para oficinas. “Le voy a escribir a Fidel”, amenazaba.
Entonces otros defectos míos son que todo el mundo termina por caerme bien, hasta la gente que debe caerme mal. Ricardo debió caerme mal. Y que soy bobo, no puedo ser malo. Yo voy con una basura y nadie me está mirando, nadie se va a enterar, y no puedo echarla a la calle, tengo que echarla en un cesto aunque camine cinco cuadras para encontrarlo. En un trabajo voluntario hemos adelantado muchísimo y no importa tanto que nos hagamos los bobos para descansar un poquito, y yo no puedo, no puedo dejar de trabajar ese ratico porque la conciencia me dice que yo estoy allí para trabajar. A la vez tampoco puedo continuar trabajando porque la conciencia también me dice que si sigo soy un rompegrupo, un extremista, un cuadrado, y cuando venga el responsable va a decir que todo el mundo estaba haraganeando excepto yo. Y mucho menos puedo pararme y decir: ” Eh, compañeros, ¿qué piensan ustedes? No se puede perder tiempo ¿eh?, tenemos que cumplir la norma. Arriba, arriba.” Una vez la conciencia me hizo el trato de que si yo decía eso en alta voz me dejaba enamorar a Elena. Yo quisiera ser malo, aunque fuera un solo día, un poquito. Engañar a alguien, mentirle a una mujer y hacerla sufrir, robarme alguna cosa de manera que me reproche a mí mismo, que me odie. Siempre estoy de acuerdo con lo que hago, con lo que no estoy de acuerdo es con lo que dejo de hacer. Sé que si hiciera algo por lo que pudiera aborrecerme, estaría más vivo y luego sería mejor. Sería bueno porque yo quiero, no como ahora que lo que soy porque no me queda más remedio. He hecho prácticas para volverme malo. Antes, de pequeño, las hacía. Sabía que lo ideal era cazar lagartijas y cortarles el rabo, desprenderles los brazos, destriparlas. Pero no, porque las lagartijas a mí me caen bien y a todas luces son útiles. Atrapaba moscas y las tiraba a una palangana con agua. Eso hacía. “Ahí, ahóguense.” Me iba a la sala a disfrutar. No podía, pensaba en la agonía de las moscas, las moscas qué culpa tenían, y regresaba a salvarlas. Ahora tengo que buscar algo más fuerte. Tener un amigo y traicionarlo con su novia. Yo tengo que hacer eso.
El asunto es que mamá estaba una noche sacando cuentas en la mesa, muy seria, y yo estaba al otro lado, muy serio, dibujando el mismo barco ese que dibujo siempre, y levantó la vista y me miró para adentro de los ojos, hasta que dijo: “Aquí va hacer falta que tú te beques.” Casi con temor lo dijo, y  yo no respondí nada, ni con los ojos respondí y dejé de dibujar el barco. Se levantó muy cariñosa y se sentó a mi lado, me tomó las manos. “El pre en Sancti Spiritus, con los viajes diarios -comenzó a explicarme-, dinero para el almuerzo y la merienda, todo eso, es un gasto que yo no puedo hacer. Nunca has estado lejos de casa, no te has separado de mí y en la beca tendrás que comerte los chícharos y lo que te pongan delante, pero alégrate, hijo, porque tus hermanas van a dejar los estudios y ponerse a trabajar. Yo sola no puedo y parece que me va a caer artritis temprano. Estudia tú, que eres el varón, y luego ayudas a la familia. Pero tiene que ser becado.” ¿Embullarme a mí con la beca? Si lo que más quería yo en el mundo era irme de la casa y del pueblo para volverme otro en otro lugar y regresar distinto, un día, y que Elena me viera. Entonces, en el barrio mío, todo el que necesita algo le escribe a Celia Sánchez, y mamá y yo hicimos la carta, cuidando de explicar bien cuánto ganaba ella, cómo había sido explotada en el régimen anterior, lo que pagaba de alquiler, que era miliciana, de los CDR, de la Federación, y que la casa se estaba cayendo. La pasamos con la mejor de todas mis letras, sin un borrón, los renglones derechitos, y al final pusimos Comandante en Jefe Ordene, en letras mayúsculas. La echamos al  correo llenos de esperanza porque Celia Sánchez contesta siempre, lo dice todo el mundo. Abuela comentó que a ella Celia Sánchez le cae muy bien y que tiene un pelo muy negro y muy bonito. Es la única persona que puede llamarle la atención a Fidel o recordarle algo  que se le haya olvidado, dicen. Le cae atrás y lo obliga a tomarse las pastillas, pero éstos deben ser cuentos de la gente, porque Fidel qué pastillas va a tener que tomar. Abuela también pregunta qué está haciendo Haydee Santamaría, dónde están Pastorita Núñez y Violeta Casals…
La beca llegó a los pocos días. Yo estaba dibujando el barco y mamá barría la sala. Tenía puesto su vestido de obalitos, que le queda tan entallado y la hace lucir tan joven, porque acababa de regresar del juzgado adonde fue a averiguar si, por la leyes nuevas, el padre de nosotros no tenía la obligación de pasarnos algún dinero hasta que seamos mayores. Recogió el telegrama. Luego de leerlo, se quedó con él en la mano, muda, emocionada, sorprendida no sabía bien por qué, y yo sabía qué telegrama era, pero no se lo preguntaba, hasta que dijo: “La verdad que el único que me ayuda a mí a criar a mis hijos se llama Fidel Castro.” Me besó y me explicó que a todo el mundo le va bien en las becas, engordan, se hacen hombres, y yo me adaptaría como los demás, iba a ver, machito lindo, su único machito, y corrió a darle la noticia a las vecinas que ya comenzaban a asomar intrigadas por la visita y el silbido del repartidor de telegramas. Fui al cuarto y me miré al espejo. Le dije al que estaba reflejado allí: “En la escuela adonde vaya ahora, voy a cambiar. Seré otro, distinto, que me gustará. Vas a ver. Dejaré tu timidez estúpida, no me podrás gobernar. Voy a conversar con todos, a caerles bien a los demás. No cruzaré inadvertido por los grupos, alguien me llamará. Y tendré novias, sabré bailar, ir a fiestas, seré como todos. Me van a querer, y no podrás hacer nada contra mí. Te jodí. Seré otro, en otro lugar.”
Salí rumbo a la beca una madrugada. De pronto sonó el despertador y mamá se tiró de la cama. “Niño, niño, levántate que se hace tarde y se te va la guagua.” Se levantaron también abuela y las hermanas, todas nerviosas. “Revisa otra vez la maleta - insistía mamá- ¿Está todo? ¿La cartera? ¿Los diez pesos? ¿Y el telegrama, que lo tienes que presentar?” “¿Y la medallita de la Caridad no la lleva?” preguntó la abuela. “Abuela, ¿cómo va a llevar una medalla para la beca?”, protestaron las hermanas. “Que no la lleve, que no la lleve. ¿A ver qué trabajo le cuesta llevarla y tenerla escondida en el fondo de la maleta?” Salimos, despertando a los vecinos: “Romualdo, Micaela, Manuel, Sofía, el niño se va para la beca.” “Que Dios lo bendiga, hijo.” “Pórtese bien” “Espere, coja un peso para el camino.” “Rajado aquí no lo quiero ¿eh?” Todavía junto al ómnibus mamá me encargaba: “Cuide bien la maleta. Usted haga lo que le manden, nunca diga que no, pórtese como es debido, llévese bien con sus compañeros pero si ellos hacen maldades, usted apártese. Cuide lo suyo y no preste nada ni pida prestado. Sobre todo, ropa prestada no te pongas, que luego la manchas o cualquier cosa y tú tiene todo lo de la libreta cogido, y con qué lo voy a pagar yo. Si vas a pasar una calle, te fijas bien que no vengan carros de un lado ni del otro, mira que en La Habana no es como aquí, allá los carros son fúuu, fúuuu.” Y abuela dijo: “Cuando esté tronando no cojas tijeras en las manos ni te mires en los espejos.” Y las hermanas: “A ver si ahora te ganas el carnet de militante, si dejas esa pasividad tuya y coges el carnet, que en lo demás tú no tienes problemas. Quítate la maña de estar diciendo dios mío cada tres minutos. Te despiertas y si tienes que decir malas palabras, dilas.” “No señor -intervino la abuela-, malas palabras que no diga. De eso no hay ninguna necesidad. Y que sí crea en Dios.” A todo dije que sí y por fin arrancaron las guaguas de Becas, viejas, lentas y grises. Me tocó una de esas con trompas de camión, que le dicen dientusas. Ellas fueron quedando atrás, paradas en el mismo borde de la acera, diciendo adiós y adiós, mamá diciendo más adiós que ninguna, mientras amanecía, y cuando ya se perdieron, y se perdió el pueblo, me dejé caer en el asiento y me dije: “Por fin me voy de este pueblo, de este pueblo maldito que tiene la culpa de que yo sea como soy. Por fin comenzaré a ser distinto en otro lugar. A lo mejor me pongo tan dichoso que llego y lo primero que hago es conocer a Consuelito Vidal o Margarita Balboa. Puede que un director de cine ande buscando un actor que tenga que ser exactamente como yo soy, y me encuentra y haga una película conmigo. La ven en el cine de aquí, la ve Elena, y la gente dice, orgullosa, que ése soy yo, Pedrito, uno de este pueblo.” Tomé el menudo del bolsillo y por última vez se lo prometí, me lo prometí, le pregunté si en la beca me iría bien, sí o no. De cinco veces que le pregunté, el menudo dijo tres que sí.
16 cuentos latinoamericanos, SEP 2002
  
 

¡Diles que no me maten

Juan Rulfo

-¡Diles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así diles. Diles que lo hagan por caridad.

-No puedo. Hay allí un sargento que no quiere oír hablar nada de ti.

-Haz que te oiga. Date tus mañas y dile que para sustos ya ha estado bueno. Dile que lo haga por caridad de Dios.

-No se trata de sustos. Parece que te van a matar de a de veras. Y yo ya no quiero volver allá.

-Anda otra vez. Solamente otra vez, a ver qué consigues.

-No. No tengo ganas de eso, yo soy tu hijo. Y si voy mucho con ellos, acabarán por saber quién soy y les dará por afusilarme a mí también. Es mejor dejar las cosas de este tamaño.

-Anda, Justino. Diles que tengan tantita lástima de mí. Nomás eso diles.

Justino apretó los dientes y movió la cabeza diciendo:

-No.

Y siguió sacudiendo la cabeza durante mucho rato.

Justino se levantó de la pila de piedras en que estaba sentado y caminó hasta la puerta del corral. Luego se dio vuelta para decir:

-Voy, pues. Pero si de perdida me afusilan a mí también, ¿Quién cuidará de mi mujer y de los hijos?

-La Providencia, Justino. Ella se encargará de ellos. Ocúpate de ir allá y ver qué cosas haces por mí. Eso es lo que urge.

Lo habían traído de madrugada. Y ahora era ya entrada la mañana y él seguía todavía allí, amarrado a un horcón, esperando. No se podía estar quieto. Había hecho el intento de dormir un rato para apaciguarse, pero el sueño se le había ido. También se le había ido el hambre. No tenía ganas de nada. Sólo de vivir. Ahora que sabía bien a bien que lo iban a matar, le habían entrado unas ganas tan grandes de vivir como sólo las puede sentir un recién resucitado. Quién le iba a decir que volvería aquel asunto tan viejo, tan rancio, tan enterrado como creía que estaba. Aquel asunto de cuando tuvo que matar a don Lupe. No nada más por nomás, como quisieron hacerle ver los de Alima, sino porque tuvo sus razones. Él se acordaba:

Don Lupe Terreros, el dueño de la Puerta de Piedra, por más señas su compadre. Al que él, Juvencio Nava, tuvo que matar por eso; por ser el dueño de la Puerta de Piedra y que, siendo también su compadre, le negó el pasto para sus animales.

Primero se aguantó por puro compromiso. Pero después, cuando la sequía, en que vio cómo se le morían uno tras otro sus animales hostigados por el hambre y que su compadre don Lupe seguía negándole la yerba de sus potreros, entonces fue cuando se puso a romper la cerca y a arrear la bola de animales flacos hasta las paraneras para que se hartaran de comer. Y eso no le había gustado a don Lupe, que mandó tapar otra vez la cerca para que él, Juvencio Nava, le volviera a abrir otra vez el agujero. Así, de día se tapaba el agujero y de noche se volvía a abrir, mientras el ganado estaba allí, siempre pegado a la cerca, siempre esperando; aquel ganado suyo que antes nomás se vivía oliendo el pasto sin poder probarlo.

Y él y don Lupe alegaban y volvían a alegar sin llegar a ponerse de acuerdo. Hasta que una vez don Lupe le dijo:

-Mira, Juvencio, otro animal más que metas al potrero y te lo mato.

Y él contestó:

-Mire, don Lupe, yo no tengo la culpa de que los animales busquen su acomodo. Ellos son inocentes. Ahí se lo haiga si me los mata.

"Y me mató un novillo.

"Esto pasó hace treinta y cinco años, por marzo, porque ya en abril andaba yo en el monte, corriendo del exhorto. No me valieron ni las diez vacas que le di al juez, ni el embargo de mi casa para pagarle la salida de la cárcel. Todavía después, se pagaron con lo que quedaba nomás por no perseguirme, aunque de todos modos me perseguían. Por eso me vine a vivir junto con mi hijo a este otro terrenito que yo tenía y que se nombra Palo de Venado. Y mi hijo creció y se casó con la nuera Ignacia y tuvo ya ocho hijos. Así que la cosa ya va para viejo, y según eso debería estar olvidada. Pero, según eso, no lo está.

"Yo entonces calculé que con unos cien pesos quedaba arreglado todo. El difunto don Lupe era solo, solamente con su mujer y los dos muchachitos todavía de a gatas. Y la viuda pronto murió también dizque de pena. Y a los muchachitos se los llevaron lejos, donde unos parientes. Así que, por parte de ellos, no había que tener miedo.

"Pero los demás se atuvieron a que yo andaba exhortado y enjuiciado para asustarme y seguir robándome. Cada vez que llegaba alguien al pueblo me avisaban:

"-Por ahí andan unos fureños, Juvencio.

"Y yo echaba pal monte, entreverándome entre los madroños y pasándome los días comiendo verdolagas. A veces tenía que salir a la media noche, como si me fueran correteando los perros. Eso duró toda la vida . No fue un año ni dos. Fue toda la vida."

Y ahora habían ido por él, cuando no esperaba ya a nadie, confiado en el olvido en que lo tenía la gente; creyendo que al menos sus últimos días los pasaría tranquilos. "Al menos esto -pensó- conseguiré con estar viejo. Me dejarán en paz".

Se había dado a esta esperanza por entero. Por eso era que le costaba trabajo imaginar morir así, de repente, a estas alturas de su vida, después de tanto pelear para librarse de la muerte; de haberse pasado su mejor tiempo tirando de un lado para otro arrastrado por los sobresaltos y cuando su cuerpo había acabado por ser un puro pellejo correoso curtido por los malos días en que tuvo que andar escondiéndose de todos.

Por si acaso, ¿no había dejado hasta que se le fuera su mujer? Aquel día en que amaneció con la nueva de que su mujer se le había ido, ni siquiera le pasó por la cabeza la intención de salir a buscarla. Dejó que se fuera sin indagar para nada ni con quién ni para dónde, con tal de no bajar al pueblo. Dejó que se le fuera como se le había ido todo lo demás, sin meter las manos. Ya lo único que le quedaba para cuidar era la vida, y ésta la conservaría a como diera lugar. No podía dejar que lo mataran. No podía. Mucho menos ahora.

Pero para eso lo habían traído de allá, de Palo de Venado. No necesitaron amarrarlo para que los siguiera. Él anduvo solo, únicamente maniatado por el miedo. Ellos se dieron cuenta de que no podía correr con aquel cuerpo viejo, con aquellas piernas flacas como sicuas secas, acalambradas por el miedo de morir. Porque a eso iba. A morir. Se lo dijeron.

Desde entonces lo supo. Comenzó a sentir esa comezón en el estómago que le llegaba de pronto siempre que veía de cerca la muerte y que le sacaba el ansia por los ojos, y que le hinchaba la boca con aquellos buches de agua agria que tenía que tragarse sin querer. Y esa cosa que le hacía los pies pesados mientras su cabeza se le ablandaba y el corazón le pegaba con todas sus fuerzas en las costillas. No, no podía acostumbrarse a la idea de que lo mataran.

Tenía que haber alguna esperanza. En algún lugar podría aún quedar alguna esperanza. Tal vez ellos se hubieran equivocado. Quizá buscaban a otro Juvencio Nava y no al Juvencio Nava que era él.

Caminó entre aquellos hombres en silencio, con los brazos caídos. La madrugada era oscura, sin estrellas. El viento soplaba despacio, se llevaba la tierra seca y traía más, llena de ese olor como de orines que tiene el polvo de los caminos.

Sus ojos, que se habían apenuscado con los años, venían viendo la tierra, aquí, debajo de sus pies, a pesar de la oscuridad. Allí en la tierra estaba toda su vida. Sesenta años de vivir sobre de ella, de encerrarla entre sus manos, de haberla probado como se prueba el sabor de la carne. Se vino largo rato desmenuzándola con los ojos, saboreando cada pedazo como si fuera el último, sabiendo casi que sería el último.

Luego, como queriendo decir algo, miraba a los hombres que iban junto a él. Iba a decirles que lo soltaran, que lo dejaran que se fuera: "Yo no le he hecho daño a nadie, muchachos", iba a decirles, pero se quedaba callado. "Más adelantito se los diré", pensaba. Y sólo los veía. Podía hasta imaginar que eran sus amigos; pero no quería hacerlo. No lo eran. No sabía quiénes eran. Los veía a su lado ladeándose y agachándose de vez en cuando para ver por dónde seguía el camino.

Los había visto por primera vez al pardear de la tarde, en esa hora desteñida en que todo parece chamuscado. Habían atravesado los surcos pisando la milpa tierna. Y él había bajado a eso: a decirles que allí estaba comenzando a crecer la milpa. Pero ellos no se detuvieron.

Los había visto con tiempo. Siempre tuvo la suerte de ver con tiempo todo. Pudo haberse escondido, caminar unas cuantas horas por el cerro mientras ellos se iban y después volver a bajar. Al fin y al cabo la milpa no se lograría de ningún modo. Ya era tiempo de que hubieran venido las aguas y las aguas no aparecían y la milpa comenzaba a marchitarse. No tardaría en estar seca del todo.

Así que ni valía la pena de haber bajado; haberse metido entre aquellos hombres como en un agujero, para ya no volver a salir.

Y ahora seguía junto a ellos, aguantándose las ganas de decirles que lo soltaran. No les veía la cara; sólo veía los bultos que se repegaban o se separaban de él. De manera que cuando se puso a hablar, no supo si lo habían oído. Dijo:

-Yo nunca le he hecho daño a nadie -eso dijo. Pero nada cambió. Ninguno de los bultos pareció darse cuenta. Las caras no se volvieron a verlo. Siguieron igual, como si hubieran venido dormidos.

Entonces pensó que no tenía nada más que decir, que tendría que buscar la esperanza en algún otro lado. Dejó caer otra vez los brazos y entró en las primeras casas del pueblo en medio de aquellos cuatro hombres oscurecidos por el color negro de la noche.

-Mi coronel, aquí está el hombre.

Se habían detenido delante del boquete de la puerta. Él, con el sombrero en la mano, por respeto, esperando ver salir a alguien. Pero sólo salió la voz:

-¿Cuál hombre? -preguntaron.

-El de Palo de Venado, mi coronel. El que usted nos mandó a traer.

-Pregúntale que si ha vivido alguna vez en Alima -volvió a decir la voz de allá adentro.

-¡Ey, tú! ¿Qué si has habitado en Alima? -repitió la pregunta el sargento que estaba frente a él.

-Sí. Dile al coronel que de allá mismo soy. Y que allí he vivido hasta hace poco.

-Pregúntale que si conoció a Guadalupe Terreros.

-Que dizque si conociste a Guadalupe Terreros.

-¿A don Lupe? Sí. Dile que sí lo conocí. Ya murió.

Entonces la voz de allá adentro cambió de tono:

-Ya sé que murió -dijo-. Y siguió hablando como si platicara con alguien allá, al otro lado de la pared de carrizos:

-Guadalupe Terreros era mi padre. Cuando crecí y lo busqué me dijeron que estaba muerto. Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta. Con nosotros, eso pasó.

"Luego supe que lo habían matado a machetazos, clavándole después una pica de buey en el estómago. Me contaron que duró más de dos días perdido y que, cuando lo encontraron tirado en un arroyo, todavía estaba agonizando y pidiendo el encargo de que le cuidaran a su familia.

"Esto, con el tiempo, parece olvidarse. Uno trata de olvidarlo. Lo que no se olvida es llegar a saber que el que hizo aquello está aún vivo, alimentando su alma podrida con la ilusión de la vida eterna. No podría perdonar a ése, aunque no lo conozco; pero el hecho de que se haya puesto en el lugar donde yo sé que está, me da ánimos para acabar con él. No puedo perdonarle que siga viviendo. No debía haber nacido nunca".

Desde acá, desde fuera, se oyó bien claro cuando dijo. Después ordenó:

-¡Llévenselo y amárrenlo un rato, para que padezca, y luego fusílenlo!

-¡Mírame, coronel! -pidió él-. Ya no valgo nada. No tardaré en morirme solito, derrengado de viejo. ¡No me mates...!

-¡Llévenselo! -volvió a decir la voz de adentro.

-...Ya he pagado, coronel. He pagado muchas veces. Todo me lo quitaron. Me castigaron de muchos modos. Me he pasado cosa de cuarenta años escondido como un apestado, siempre con el pálpito de que en cualquier rato me matarían. No merezco morir así, coronel. Déjame que, al menos, el Señor me perdone. ¡No me mates! ¡Diles que no me maten!.

Estaba allí, como si lo hubieran golpeado, sacudiendo su sombrero contra la tierra. Gritando.

En seguida la voz de allá adentro dijo:

-Amárrenlo y denle algo de beber hasta que se emborrache para que no le duelan los tiros.

Ahora, por fin, se había apaciguado. Estaba allí arrinconado al pie del horcón. Había venido su hijo Justino y su hijo Justino se había ido y había vuelto y ahora otra vez venía.

Lo echó encima del burro. Lo apretaló bien apretado al aparejo para que no se fuese a caer por el camino. Le metió su cabeza dentro de un costal para que no diera mala impresión. Y luego le hizo pelos al burro y se fueron, arrebiatados, de prisa, para llegar a Palo de Venado todavía con tiempo para arreglar el velorio del difunto.

-Tu nuera y los nietos te extrañarán -iba diciéndole-. Te mirarán a la cara y creerán que no eres tú. Se les ha figurará que te ha comido el coyote cuando te vean con esa cara tan llena de boquetes por tanto tiro de gracia como te dieron.

La noche de los feos
Mario Benedetti
1
Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia.

Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro.

Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos -de la mano o del brazo- tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas.

Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad. Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura.

Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien formada. Era la oreja de su lado normal.

Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi rostro y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente.

La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto aceptó.

La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculos mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o una) de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo.

Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar del bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.

"¿Qué está pensando?", pregunté.

Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.

"Un lugar común", dijo. "Tal para cual".

Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo.

"Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?"

"Sí", dijo, todavía mirándome.

"Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida."

"Sí."

Por primera vez no pudo sostener mi mirada.

"Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo."

"¿Algo cómo qué?"

"Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una posibilidad."

Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.

"Prométame no tomarme como un chiflado."
"Prometo."
"La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me entiende?"
"No."
"¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?"

Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.

"Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca."

Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando desesperadamente de llegar a un diagnóstico.

"Vamos", dijo.

2
No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse.

Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una versión estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron.

En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No éramos eso.

Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida caricia. En realidad mis dedos (al principio un poco tembloroso, luego progresivamente sereno) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas.

Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra.

Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble.