NO
OYES LADRAR A LOS PERROS
Juan
Rulfo
—TÚ
QUE VAS allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves
alguna luz en alguna parte.
—No
se ve nada.
—Ya
debemos estar cerca.
—Sí,
pero no se oye nada.
—Mira
bien.
—No
se ve nada.
—Pobre
de ti, Ignacio.
La
sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo,
trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla
del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante.
La
luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.
—Ya
debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de
fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que
Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el monte.
Acuérdate, Ignacio.
—Sí,
pero no veo rastro de nada.
—Me
estoy cansando.
—Bájame.
El
viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin
soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería
sentarse, porque después no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al
que allá atrás, horas antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda. Y así
lo había traído desde entonces.
—¿Cómo
te sientes?
—Mal.
Hablaba
poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío.
Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que
le daba, y porque los pies se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego
las manos del hijo, que traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza
como si fuera una sonaja. Él apretaba los dientes para no morderse la lengua y
cuando acababa aquello le preguntaba:
—¿Te
duele mucho?
—Algo
—contestaba él.
Primero
le había dicho: “Apéame aquí… Déjame aquí… Vete tú solo. Yo te alcanzaré mañana
o en cuanto me reponga un poco.” Se lo había dicho como cincuenta veces. Ahora
ni siquiera eso decía. Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande
y colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía más su
sombra sobre la tierra.
—No
veo ya por dónde voy —decía él.
Pero
nadie le contestaba.
E1
otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin
sangre, reflejando una luz opaca. Y él acá abajo.
—¿Me
oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien.
Y
el otro se quedaba callado.
Siguió
caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para volver a
tropezar de nuevo.
—Este
no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya hemos
pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que
está cerca. ¿Por qué no quieres decirme qué ves, tú que vas allá arriba,
Ignacio?
—Bájame,
padre.
—¿Te
sientes mal?
—Sí
—Te
llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que
allí hay un doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace
horas y no te dejaré tirado aquí para que acaben contigo quienes sean.
Se
tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse.
—Te
llevaré a Tonaya.
—Bájame.
Su
voz se hizo quedita, apenas murmurada:
—Quiero
acostarme un rato.
—Duérmete
allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.
La
luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada
en sudor, se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no
podía agachar la cabeza agarrotada entre las manos de su hijo.
—Todo
esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted
fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado
tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo
curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me da ánimos, no usted. Comenzando
porque a usted no le debo más que puras dificultades, puras mortificaciones,
puras vergüenzas.
Sudaba
al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor
seco, volvía a sudar.
—Me
derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas
que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien,
volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos,
donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso… Porque para mí usted ya no
es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me
tocaba la he maldecido. He dicho: “¡Que se le pudra en los riñones la sangre
que yo le di!” Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los
caminos, viviendo del robo y matando gente… Y gente buena. Y si no, allí esta
mi compadre Tranquilino. El que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A
él también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted. Desde entonces
dije: “Ese no puede ser mi hijo.”
—Mira
a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba,
porque yo me siento sordo.
—No
veo nada.
—Peor
para ti, Ignacio.
—Tengo
sed.
—¡Aguántate!
Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han de haber
apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros.
Haz por oír.
—Dame
agua.
—Aquí
no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera, no te
bajaría a tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo.
—Tengo
mucha sed y mucho sueño.
—Me
acuerdo cuando naciste. Así eras entonces.
Despertabas
con hambre y comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque ya
te habías acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso.
Nunca pensé que con el tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la cabeza…
Pero así fue. Tu madre, que descanse en paz, quería que te criaras fuerte.
Creía que cuando tú crecieras irías a ser su sostén. No te tuvo más que a ti.
El otro hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras matado otra vez si ella
estuviera viva a estas alturas.
Sintió
que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas
y comenzó a soltar los pies, balanceándolo de un lado para otro. Y le pareció
que la cabeza; allá arriba, se sacudía como si sollozara.
Sobre
su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas.
—¿Lloras,
Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero nunca
hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que en lugar de cariño,
le hubiéramos retacado el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido. ¿Qué
pasó con sus amigos? Los mataron a todos. Pero ellos no tenían a nadie. Ellos
bien hubieran podido decir: “No tenemos a quién darle nuestra lástima”. ¿Pero
usted, Ignacio?
Allí
estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la
impresión de que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le
doblaban en el último esfuerzo. Al llegar al primer tejaván, se recostó sobre
el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran
descoyuntado.
Destrabó
difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su cuello
y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros.
—¿Y
tú no los oías, Ignacio? —dijo—. No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza.
El
ilustre amor
Manuel
Mujica
En el aire fino, mañanero,
de abril, avanza oscilando por la Plaza Mayor la pompa fúnebre del quinto
Virrey del Río de la Plata. Magdalena la espía hace rato por el entreabierto
postigo, aferrándose a la reja de su ventana. Traen al muerto desde la que fue
su residencia del Fuerte, para exponerle durante los oficios de la Catedral y
del convento de las monjas capuchinas. Dicen que viene muy bien embalsamado,
con el hábito de Santiago por mortaja, al cinto el espadín. También dicen que
se le ha puesto la cara negra.
A Magdalena le late el
corazón locamente. De vez en vez se lleva el pañuelo a los labios. Otras, no
pudiendo dominarse, abandona su acecho y camina sin razón por el aposento
enorme, oscuro. El vestido enlutado y la mantilla de duelo disimulan su figura
otoñal de mujer que nunca ha sido hermosa. Pero pronto regresa a la ventana y
empuja suavemente el tablero. Poco falta ya. Dentro de unos minutos el séquito
pasará frente a su casa.
Magdalena se retuerce las
manos. ¿Se animará, se animará a salir?
Ya se oyen los latines con
claridad. Encabeza la marcha el deán, entre los curas catedralicios y los
diáconos cuyo andar se acompasa con el lujo de las dalmáticas. Sigue el Cabildo
eclesiástico, en alto las cruces y los pendones de las cofradías. Algunos
esclavos se han puesto de hinojos junto a la ventana de Magdalena. Por encima
de sus cráneos motudos, desfilan las mazas del Cabildo. Tendrá que ser ahora.
Magdalena ahoga un grito, abre la puerta y sale.
Afuera, la Plaza inmensa,
trémula bajo el tibio sol, está inundada de gente. Nadie quiso perder las
ceremonias. El ataúd se balancea como una barca sobre el séquito despacioso.
Pasan ahora los miembros del Consulado y los de la Real Audiencia, con el
regente de golilla. Pasan el Marqués de Casa Hermosa y el secretario de Su
Excelencia y el comandante de Forasteros. Los oficiales se turnan para tomar,
como si fueran reliquias, las telas de bayeta que penden de la caja. Los
soldados arrastran cuatro cañones viejos. El Virrey va hacia su morada última
en la Iglesia de San Juan.
Magdalena se suma al cortejo
llorando desesperadamente. El sobrino de Su Excelencia se hace a un lado, a
pesar del rigor de la etiqueta, y le roza un hombro con la mano perdida entre
encajes, para sosegar tanto dolor. Pero Magdalena no calla. Su llanto se mezcla
a los latines litúrgicos, cuya música decora el nombre ilustre: "Excmo.
Domino Pedro Melo de Portugal et Villena, militaris ordinis Sancti
Jacobi..."
El Marqués de Casa Hermosa
vuelve un poco la cabeza altiva en pos de quién gime así. Y el secretario
virreinal también, sorprendido. Y los cónsules del Real Consulado. Quienes más
se asombran son las cuatro hermanas de Magdalena, las cuatro hermanas jóvenes
cuyos maridos desempeñan cargos en el gobierno de la ciudad.
—¿Qué tendrá Magdalena?
—¿Qué tendrá Magdalena?
—¿Cómo habrá venido aquí,
ella que nunca deja la casa?
Las otras vecinas lo
comentan con bisbiseos hipócritas, en el rumor de los largos rosarios.
—¿Por qué llorará así
Magdalena?
A las cuatro hermanas ese
llanto y ese duelo las perturban. ¿Qué puede importarle a la mayor, a la
enclaustrada, la muerte de don Pedro? ¿Qué pudo acercarla a señorón tan
distante, al señor cuyas órdenes recibían sus maridos temblando, como si
emanaran del propio Rey? El Marqués de Casa Hermosa suspira y menea la cabeza.
Se alisa la blanca peluca y tercia la capa porque la brisa se empieza a
enfriar.
Ya suenan sus pasos en la
Catedral, atisbados por los santos y las vírgenes. Disparan los cañones
reumáticos, mientras depositan a don Pedro en el túmulo que diez soldados
custodian entre hachones encendidos. Ocupa cada uno su lugar receloso de
precedencias. En el altar frontero, levántase la gloria de los salmos. El deán
comienza a rezar el oficio.
Magdalena se desliza
quedamente entre los oidores y los cónsules. Se aproxima al asiento de dosel
donde el decano de la Audiencia finge meditaciones profundas. Nadie se atreve a
protestar por el atentado contra las jerarquías. ¡Es tan terrible el dolor de
esta mujer!
El deán, al tornarse con los
brazos abiertos como alas, para la primera bendición, la ve y alza una ceja.
Tose el Marqués de Casa Hermosa, incómodo. Pero el sobrino del Virrey permanece
al lado de la dama cuitada, palmeándola, calmándola.
Sólo unos metros escasos la
separan del túmulo. Allá arriba, cruzadas las manos sobre el pecho, descansa
don Pedro, con sus trofeos, con sus insignias.
—¿Qué le acontece a Magdalena?
—¿Qué le acontece a Magdalena?
Las cuatro hermanas arden
como cuatro hachones.
Chisporrotean, celosas.
—¿Qué diantre le pasa? ¿Ha
extraviado el juicio? ¿O habrá habido algo, algo muy íntimo, entre ella y el
Virrey? Pero no, no, es imposible... ¿cuándo?
Don Pedro Melo de Portugal y
Villena, de la casa de los duques de Braganza, caballero de la Orden de
Santiago, gentilhombre de cámara en ejercicio, primer caballerizo de la Reina,
virrey, gobernador y capitán general de las Provincias del Río de la Plata,
presidente de la Real Audiencia Pretorial de Buenos Aires, duerme su sueño
infinito, bajo el escudo que cubre el manto ducal, el blasón con las torres y
las quinas de la familia real portuguesa. Indiferente, su negra cara brilla
como el ébano, en el oscilar de las antorchas.
Magdalena, de rodillas,
convulsa, responde a los "Dominus vobis cum".
Las vecinas se codean:
¡Qué escándalo! Ya ni pudor
queda en esta tierra... ¡Y qué calladito lo tuvo!
Pero, simultáneamente,
infíltrase en el ánimo de todos esos hombres y de todas esas mujeres, como algo
más recio, más sutil que su irritado desdén, un indefinible respeto hacia quien
tan cerca estuvo del amo.
La procesión ondula hacia el
convento de las capuchinas de Santa Clara, del cual fue protector Su
Excelencia. Magdalena no logra casi tenerse en pie. La sostiene el sobrino de
don Pedro, y el Marqués de Casa Hermosa, malhumorado, le murmura desflecadas
frases de consuelo. Las cuatro hermanas jóvenes no osan mirarse.
¡Mosca muerta! ¡Mosca
muerta! ¡Cómo se habrá reído de ellas, para sus adentros, cuando le hicieron
sentir, con mil alusiones agrias, su superioridad de mujeres casadas, fecundas,
ante la hembra seca, reseca, vieja a los cuarenta años, sin vida, sin nada, que
jamás salía del caserón paterno de la Plaza Mayor! ¿Iría el Virrey allí? ¿Iría
ella al Fuerte?
¿Dónde se encontrarían?
—¿Qué hacemos? —susurra la
segunda.
Han descendido el cadáver a
su sepulcro, abierto junto a la reja del coro de las monjas. Se fue don Pedro,
como un muñeco suntuoso. Era demasiado soberbio para escuchar el zumbido de
avispas que revolotea en torno de su magnificencia displicente.
Despídese el concurso. El
regente de la Audiencia, al pasar ante Magdalena, a quien no conoce, le hace
una reverencia grave, sin saber por qué. Las cuatro hermanas la rodean,
sofocadas, quebrado el orgullo. También los maridos, que se doblan en la
rigidez de las casacas y ojean furtivamente alrededor.
Regresan a la gran casa vacía. Nadie dice palabra. Entre la belleza insulsa de las otras, destácase la madurez de Magdalena con quemante fulgor. Les parece que no la han observado bien hasta hoy, que sólo hoy la conocen. Y en el fondo, en el secretísimo fondo de su alma, hermanas y cuñados la temen y la admiran. Es como si un pincel de artista hubiera barnizado esa tela deslucida, agrietada, remozándola para siempre.
Regresan a la gran casa vacía. Nadie dice palabra. Entre la belleza insulsa de las otras, destácase la madurez de Magdalena con quemante fulgor. Les parece que no la han observado bien hasta hoy, que sólo hoy la conocen. Y en el fondo, en el secretísimo fondo de su alma, hermanas y cuñados la temen y la admiran. Es como si un pincel de artista hubiera barnizado esa tela deslucida, agrietada, remozándola para siempre.
Claro que de estas cosas no
se hablará. No hay que hablar de estas cosas. Magdalena atraviesa el zaguán de
su casa, erguida, triunfante. Ya no la dejará. Hasta el fin de sus días vivirá
encerrada, como un ídolo fascinador, como un objeto raro, precioso, casi
legendario, en las salas sombrías, esas salas que abandonó por última vez para
seguir el cortejo mortuorio de un Virrey a quien no había visto nunca.
El
discípulo
Juan
José Arreola
De raso negro, bordeada de armiño y con gruesos alamares
de plata y de ébano, la gorra de Andrés Salaino es la más hermosa que he visto.
El maestro la compró a un mercader veneciano y es realmente digna de un
príncipe. Para no ofenderme, se detuvo al pasar por el Mercado Viejo y eligió
este bonete de fieltro gris. Luego, queriendo celebrar el estreno nos puso de
modelo el uno al otro.
Dominado mi resentimiento, dibujé una cabeza de Salaino,
lo mejor que ha salido de mi mano. Andrés aparece tocado con su hermosa gorra,
y con el gesto altanero que pasea por las calles de Florencia, creyéndose a los
dieciocho años un maestro de la pintura. A su vez, Salaino me retrató con el
ridículo bonete y con el aire de un campesino recién llegado de San Sepolcro.
El maestro celebró alegremente nuestra labor, y él mismo sintió ganas de
dibujar. Decía: «Salaino sabe reírse y no ha caído en la trampa». Y luego,
dirigiéndose a mí: «Tú sigues creyendo en la belleza. Muy caro lo pagarás. No
falta en tu dibujo una línea, pero sobran muchas. Traedme un cartón. Os
enseñaré cómo se destruye la belleza».
Con un lápiz de carbón trazó el bosquejo de una bella
figura: el rostro de un ángel, tal vez el de una hermosa mujer. Nos dijo:
«Mirad, aquí está naciendo la belleza. Estos dos huecos oscuros son sus ojos;
estas líneas imperceptibles, la boca. El rostro entero carece de contorno. Ésta
es la belleza». Y luego, con un guiño: «Acabemos con ella». Y en poco tiempo,
dejando caer unas líneas sobre otras, creando espacios de luz y de sombra, hizo
de memoria ante mis ojos maravillados el retrato de Gioia. Los mismos ojos
oscuros, el mismo óvalo del rostro, la misma imperceptible sonrisa.
Cuando yo estaba más embelesado, el maestro interrumpió
su trabajo y comenzó a reír de manera extraña. «Hemos acabado con la belleza»,
dijo. «Ya no queda sino esta infame caricatura.» Sin comprender, yo seguía contemplando
aquel rostro espléndido y sin secretos. De pronto, el maestro rompió en dos el
dibujo y arrojó los pedazos al fuego de la chimenea. Quedé inmóvil de estupor.
Y entonces él hizo algo que nunca podré olvidar ni perdonar. De ordinario tan
silencioso, echó a reír con una risa odiosa, frenética. «¡Anda, pronto, salva a
tu señora del fuego!» Y me tomó la mano derecha y revolvió con ella las
frágiles cenizas de la hoja de cartón. Vi por última vez sonreír el rostro de
Gioia entre las llamas.
Con mi mano escaldada lloré silencioso, mientras Salaino
celebraba ruidosamente la pesada broma del maestro.
Pero sigo creyendo en la belleza. No seré un gran pintor,
y en vano olvidé en San Sepolcro las herramientas de mi padre. No seré un gran
pintor, y Gioia casará con el hijo de un mercader. Pero sigo creyendo en la
belleza.
Trastornado, salgo del taller y vago al azar por las
calles. La belleza está en torno de mí, y llueve oro y azul sobre Florencia. La
veo en los ojos oscuros de Gioia, y en el porte arrogante de Salaino, tocado
con su gorra de abalorios. Y en las orillas del río me detengo a contemplar mis
dos manos ineptas.
La luz cede poco a poco y el Campanile recorta en el
cielo su perfil sombrío. El panorama de Florencia se oscurece lentamente, como
un dibujo sobre el cual se acumulan demasiadas líneas. Una campana deja caer el
comienzo de la noche.
Asustado, palpo mi cuerpo y echo a correr temeroso de
disolverme en el crepúsculo. En las últimas nubes creo distinguir la sonrisa
fría y desencantada del maestro, que hiela mi corazón. Y vuelvo a caminar
lentamente, cabizbajo, por calles cada vez más sombrías, seguro de que voy a
perderme en el olvido de los hombres.
LA
TORTUGA GIGANTE
Horacio
Quiroga
Había
una vez un hombre que vivía en Buenos Aires, y estaba muy contento porque era
un hombre sano y trabajador. Pero un día se enfermó, y los médicos le dijeron
que solamente yéndose al campo podría curarse. Él no quería ir, porque tenía
hermanos chicos a quienes daba de comer; y se enfermaba cada día más. Hasta que
un amigo suyo, que era director del Zoológico, le dijo un día:
—Usted es amigo mío, y es un hombre bueno y trabajador. Por eso quiero que se vaya a vivir al monte, a hace mucho ejercicio al aire libre para curarse. Y como usted tiene mucha puntería con la escopeta, cace bichos del monte para traerme los cueros, y yo le daré plata adelantada para que sus hermanitos puedan comer bien.
El hombre enfermo aceptó, y se fue a vivir al monte, lejos, más lejos que Misiones todavía. Hacía allá mucho calor, y eso le hacía bien.
Vivía solo en el bosque, y él mismo se cocinaba. Comía pájaros y bichos del monte, que cazaba con la escopeta, y después comía frutos. Dormía bajo los árboles, y cuando hacía mal tiempo construía en cinco minutos una ramada con hojas de palmera, y allí pasaba sentado y fumando, muy contento en medio del bosque que bramaba con el viento y la lluvia.
Había hecho un atado con los cueros de los animales, y lo llevaba al hombro. Había también agarrado vivas muchas víboras venenosas, y las llevaba dentro de un gran mate, porque allá hay mates tan grandes como una lata de kerosene.
El hombre tenía otra vez buen color, estaba fuerte y tenía apetito. Precisamente un día que tenía mucha hambre, porque hacía dos días que no cazaba nada, vio a la orilla de una gran laguna un tigre enorme que quería comer una tortuga, y la ponía parada de canto para meter dentro una pata y sacar la carne con las uñas. Al ver al hombre el tigre lanzó un rugido espantoso y se lanzó de un salto sobre él. Pero el cazador, que tenía una gran puntería, le apuntó entre los dos ojos, y le rompió la cabeza. Después le sacó el cuero, tan grande que él solo podría servir de alfombra para un cuarto.
—Ahora —se dijo el hombre—, voy a comer tortuga, que es una carne muy rica.
Pero cuando se acercó a la tortuga, vio que estaba ya herida, y tenía la cabeza casi separada del cuello, y la cabeza colgaba casi de dos o tres hilos de carne.
A pesar del hambre que sentía, el hombre tuvo lástima de la pobre tortuga, y la llevó arrastrando con una soga hasta su ramada y le vendó la cabeza con tiras de género que sacó de su camisa, porque no tenía más que una sola camisa, y no tenía trapos. La había llevado arrastrando porque la tortuga era inmensa, tan alta como una silla, y pesaba como un hombre.
La tortuga quedó arrimada a un rincón, y allí pasó días y días sin moverse.
El hombre la curaba todos los días, y después le daba golpecitos con la mano sobre el lomo.
La tortuga sanó por fin. Pero entonces fue el hombre quien se enfermó. Tuvo fiebre, y le dolía todo el cuerpo.
Después no pudo levantarse más. La fiebre aumentaba siempre, y la garganta le quemaba de tanta sed. El hombre comprendió entonces que estaba gravemente enfermo, y habló en voz alta, aunque estaba solo, porque tenía mucha fiebre.
—Voy a morir —dijo el hombre—. Estoy solo, ya no puedo levantarme más, y no tengo quien me dé agua, siquiera. Voy a morir aquí de hambre y de sed.
Y al poco rato la fiebre subió más aún, y perdió el conocimiento.
Pero la tortuga lo había oído, y entendió lo que el cazador decía. Y ella pensó entonces:
—El hombre no me comió la otra vez, aunque tenía mucha hambre, y me curó. Yo le voy a curar a él ahora.
Fue entonces a la laguna, buscó una cáscara de tortuga chiquita, y después de limpiarla bien con arena y ceniza la llenó de agua y le dio de beber al hombre, que estaba tendido sobre su manta y se moría de sed. Se puso a buscar enseguida raíces ricas y yuyitos tiernos, que le llevó al hombre para que comiera. El hombre comía sin darse cuenta de quién le daba la comida, porque tenía delirio con la fiebre y no conocía a nadie.
Todas las mañanas, la tortuga recorría el monte buscando raíces cada vez más ricas para darle al hombre, y sentía no poder subirse a los árboles para llevarle frutas.
El cazador comió así días y días sin saber quién le daba la comida, y un día recobró el conocimiento. Miró a todos lados, y vio que estaba solo, pues allí no había más que él y la tortuga, que era un animal. Y dijo otra vez en voz alta:
—Estoy solo en el bosque, la fiebre va a volver de nuevo, y voy a morir aquí, porque solamente en Buenos Aires hay remedios para curarme. Pero nunca podré ir, y voy a morir aquí.
Pero también esta vez la tortuga lo había oído, y se dijo:
—Si queda aquí en el monte se va a morir, porque no hay remedios, y tengo que llevarlo a Buenos Aires.
Dicho esto, cortó enredaderas finas y fuertes, que son como piolas, acostó con mucho cuidado al hombre encima de su lomo, y lo sujetó bien con las enredaderas para que no se cayese. Hizo muchas pruebas para acomodar bien la escopeta, los cueros y el mate con víboras, y al fin consiguió lo que quería, sin molestar al cazador, y emprendió entonces el viaje.
La tortuga, cargada así, caminó, caminó y caminó de día y de noche. Atravesó montes, campos, cruzó a nado ríos de una legua de ancho, y atravesó pantanos en que quedaba casi enterrada, siempre con el hombre moribundo encima. Después de ocho o diez horas de caminar, se detenía, deshacía los nudos, y acostaba al hombre con mucho cuidado, en un lugar donde hubiera pasto bien seco.
Iba entonces a buscar agua y raíces tiernas, y le daba al hombre enfermo. Ella comía también, aunque estaba tan cansada que prefería dormir.
A veces tenía que caminar al sol; y como era verano, el cazador tenía tanta fiebre que deliraba y se moría de sed. Gritaba: ¡agua!, ¡agua!, a cada rato. Y cada vez la tortuga tenía que darle de beber.
Así anduvo días y días, semana tras semana. Cada vez estaban más cerca de Buenos Aires, pero también cada día la tortuga se iba debilitando, cada día tenía menos fuerza, aunque ella no se quejaba. A veces se quedaba tendida, completamente sin fuerzas, y el hombre recobraba a medias el conocimiento. Y decía, en voz alta:
—Voy a morir, estoy cada vez más enfermo, y sólo en Buenos Aires me podría curar. Pero voy a morir aquí, solo, en el monte.
Él creía que estaba siempre en la ramada, porque no se daba cuenta de nada. La tortuga se levantaba entonces, y emprendía de nuevo el camino.
Pero llegó un día, un atardecer, en que la pobre tortuga no pudo más. Había llegado al límite de sus fuerzas, y no podía más. No había comido desde hacía una semana para llegar más pronto. No tenía más fuerza para nada.
Cuando cayó del todo la noche, vio una luz lejana en el horizonte, un resplandor que iluminaba el cielo, y no supo qué era. Se sentía cada vez más débil, y cerró entonces los ojos para morir junto con el cazador, pensando con tristeza que no había podido salvar al hombre que había sido bueno con ella.
Y sin embargo, estaba ya en Buenos Aires, y ella no lo sabía. Aquella luz que veía en el cielo era el resplandor de la ciudad, e iba a morir cuando estaba ya al fin de su heroico viaje.
Pero un ratón de la ciudad —posiblemente el ratoncito Pérez— encontró a los dos viajeros moribundos.
—¡Qué tortuga! —dijo el ratón—. Nunca he visto una tortuga tan grande. ¿Y eso que llevas en el lomo, qué es? ¿Es leña?
—No —le respondió con tristeza la tortuga—. Es un hombre.
—¿Y adónde vas con ese hombre? —añadió el curioso ratón.
—Voy... voy... Quería ir a Buenos Aires —respondió la pobre tortuga en una voz tan baja que apenas se oía—. Pero vamos a morir aquí, porque nunca llegaré...
—¡Ah, zonza, zonza! —dijo riendo el ratoncito—. ¡Nunca vi una tortuga más zonza! ¡Si ya has llegado a Buenos Aires! Esa luz que ves allá, es Buenos Aires.
Al oír esto, la tortuga se sintió con una fuerza inmensa, porque aún tenía tiempo de salvar al cazador, y emprendió la marcha.
Y cuando era de madrugada todavía, el director del Jardín Zoológico vio llegar a una tortuga embarrada y sumamente flaca, que traía acostado en su lomo y atado con enredaderas, para que no se cayera, a un hombre que se estaba muriendo. El director reconoció a su amigo, y él mismo fue corriendo a buscar remedios, con los que el cazador se curó enseguida.
Cuando el cazador supo cómo lo había salvado la tortuga, cómo había hecho un viaje de trescientas leguas para que tomara remedios, no quiso separarse más de ella. Y como él no podía tenerla en su casa, que era muy chica, el director del Zoológico se comprometió a tenerla en el Jardín, y a cuidarla como si fuera su propia hija.
Y así pasó. La tortuga, feliz y contenta con el cariño que le tienen, pasea por todo el jardín, y es la misma gran tortuga que vemos todos los días comiendo el pastito alrededor de las jaulas de los monos.
—Usted es amigo mío, y es un hombre bueno y trabajador. Por eso quiero que se vaya a vivir al monte, a hace mucho ejercicio al aire libre para curarse. Y como usted tiene mucha puntería con la escopeta, cace bichos del monte para traerme los cueros, y yo le daré plata adelantada para que sus hermanitos puedan comer bien.
El hombre enfermo aceptó, y se fue a vivir al monte, lejos, más lejos que Misiones todavía. Hacía allá mucho calor, y eso le hacía bien.
Vivía solo en el bosque, y él mismo se cocinaba. Comía pájaros y bichos del monte, que cazaba con la escopeta, y después comía frutos. Dormía bajo los árboles, y cuando hacía mal tiempo construía en cinco minutos una ramada con hojas de palmera, y allí pasaba sentado y fumando, muy contento en medio del bosque que bramaba con el viento y la lluvia.
Había hecho un atado con los cueros de los animales, y lo llevaba al hombro. Había también agarrado vivas muchas víboras venenosas, y las llevaba dentro de un gran mate, porque allá hay mates tan grandes como una lata de kerosene.
El hombre tenía otra vez buen color, estaba fuerte y tenía apetito. Precisamente un día que tenía mucha hambre, porque hacía dos días que no cazaba nada, vio a la orilla de una gran laguna un tigre enorme que quería comer una tortuga, y la ponía parada de canto para meter dentro una pata y sacar la carne con las uñas. Al ver al hombre el tigre lanzó un rugido espantoso y se lanzó de un salto sobre él. Pero el cazador, que tenía una gran puntería, le apuntó entre los dos ojos, y le rompió la cabeza. Después le sacó el cuero, tan grande que él solo podría servir de alfombra para un cuarto.
—Ahora —se dijo el hombre—, voy a comer tortuga, que es una carne muy rica.
Pero cuando se acercó a la tortuga, vio que estaba ya herida, y tenía la cabeza casi separada del cuello, y la cabeza colgaba casi de dos o tres hilos de carne.
A pesar del hambre que sentía, el hombre tuvo lástima de la pobre tortuga, y la llevó arrastrando con una soga hasta su ramada y le vendó la cabeza con tiras de género que sacó de su camisa, porque no tenía más que una sola camisa, y no tenía trapos. La había llevado arrastrando porque la tortuga era inmensa, tan alta como una silla, y pesaba como un hombre.
La tortuga quedó arrimada a un rincón, y allí pasó días y días sin moverse.
El hombre la curaba todos los días, y después le daba golpecitos con la mano sobre el lomo.
La tortuga sanó por fin. Pero entonces fue el hombre quien se enfermó. Tuvo fiebre, y le dolía todo el cuerpo.
Después no pudo levantarse más. La fiebre aumentaba siempre, y la garganta le quemaba de tanta sed. El hombre comprendió entonces que estaba gravemente enfermo, y habló en voz alta, aunque estaba solo, porque tenía mucha fiebre.
—Voy a morir —dijo el hombre—. Estoy solo, ya no puedo levantarme más, y no tengo quien me dé agua, siquiera. Voy a morir aquí de hambre y de sed.
Y al poco rato la fiebre subió más aún, y perdió el conocimiento.
Pero la tortuga lo había oído, y entendió lo que el cazador decía. Y ella pensó entonces:
—El hombre no me comió la otra vez, aunque tenía mucha hambre, y me curó. Yo le voy a curar a él ahora.
Fue entonces a la laguna, buscó una cáscara de tortuga chiquita, y después de limpiarla bien con arena y ceniza la llenó de agua y le dio de beber al hombre, que estaba tendido sobre su manta y se moría de sed. Se puso a buscar enseguida raíces ricas y yuyitos tiernos, que le llevó al hombre para que comiera. El hombre comía sin darse cuenta de quién le daba la comida, porque tenía delirio con la fiebre y no conocía a nadie.
Todas las mañanas, la tortuga recorría el monte buscando raíces cada vez más ricas para darle al hombre, y sentía no poder subirse a los árboles para llevarle frutas.
El cazador comió así días y días sin saber quién le daba la comida, y un día recobró el conocimiento. Miró a todos lados, y vio que estaba solo, pues allí no había más que él y la tortuga, que era un animal. Y dijo otra vez en voz alta:
—Estoy solo en el bosque, la fiebre va a volver de nuevo, y voy a morir aquí, porque solamente en Buenos Aires hay remedios para curarme. Pero nunca podré ir, y voy a morir aquí.
Pero también esta vez la tortuga lo había oído, y se dijo:
—Si queda aquí en el monte se va a morir, porque no hay remedios, y tengo que llevarlo a Buenos Aires.
Dicho esto, cortó enredaderas finas y fuertes, que son como piolas, acostó con mucho cuidado al hombre encima de su lomo, y lo sujetó bien con las enredaderas para que no se cayese. Hizo muchas pruebas para acomodar bien la escopeta, los cueros y el mate con víboras, y al fin consiguió lo que quería, sin molestar al cazador, y emprendió entonces el viaje.
La tortuga, cargada así, caminó, caminó y caminó de día y de noche. Atravesó montes, campos, cruzó a nado ríos de una legua de ancho, y atravesó pantanos en que quedaba casi enterrada, siempre con el hombre moribundo encima. Después de ocho o diez horas de caminar, se detenía, deshacía los nudos, y acostaba al hombre con mucho cuidado, en un lugar donde hubiera pasto bien seco.
Iba entonces a buscar agua y raíces tiernas, y le daba al hombre enfermo. Ella comía también, aunque estaba tan cansada que prefería dormir.
A veces tenía que caminar al sol; y como era verano, el cazador tenía tanta fiebre que deliraba y se moría de sed. Gritaba: ¡agua!, ¡agua!, a cada rato. Y cada vez la tortuga tenía que darle de beber.
Así anduvo días y días, semana tras semana. Cada vez estaban más cerca de Buenos Aires, pero también cada día la tortuga se iba debilitando, cada día tenía menos fuerza, aunque ella no se quejaba. A veces se quedaba tendida, completamente sin fuerzas, y el hombre recobraba a medias el conocimiento. Y decía, en voz alta:
—Voy a morir, estoy cada vez más enfermo, y sólo en Buenos Aires me podría curar. Pero voy a morir aquí, solo, en el monte.
Él creía que estaba siempre en la ramada, porque no se daba cuenta de nada. La tortuga se levantaba entonces, y emprendía de nuevo el camino.
Pero llegó un día, un atardecer, en que la pobre tortuga no pudo más. Había llegado al límite de sus fuerzas, y no podía más. No había comido desde hacía una semana para llegar más pronto. No tenía más fuerza para nada.
Cuando cayó del todo la noche, vio una luz lejana en el horizonte, un resplandor que iluminaba el cielo, y no supo qué era. Se sentía cada vez más débil, y cerró entonces los ojos para morir junto con el cazador, pensando con tristeza que no había podido salvar al hombre que había sido bueno con ella.
Y sin embargo, estaba ya en Buenos Aires, y ella no lo sabía. Aquella luz que veía en el cielo era el resplandor de la ciudad, e iba a morir cuando estaba ya al fin de su heroico viaje.
Pero un ratón de la ciudad —posiblemente el ratoncito Pérez— encontró a los dos viajeros moribundos.
—¡Qué tortuga! —dijo el ratón—. Nunca he visto una tortuga tan grande. ¿Y eso que llevas en el lomo, qué es? ¿Es leña?
—No —le respondió con tristeza la tortuga—. Es un hombre.
—¿Y adónde vas con ese hombre? —añadió el curioso ratón.
—Voy... voy... Quería ir a Buenos Aires —respondió la pobre tortuga en una voz tan baja que apenas se oía—. Pero vamos a morir aquí, porque nunca llegaré...
—¡Ah, zonza, zonza! —dijo riendo el ratoncito—. ¡Nunca vi una tortuga más zonza! ¡Si ya has llegado a Buenos Aires! Esa luz que ves allá, es Buenos Aires.
Al oír esto, la tortuga se sintió con una fuerza inmensa, porque aún tenía tiempo de salvar al cazador, y emprendió la marcha.
Y cuando era de madrugada todavía, el director del Jardín Zoológico vio llegar a una tortuga embarrada y sumamente flaca, que traía acostado en su lomo y atado con enredaderas, para que no se cayera, a un hombre que se estaba muriendo. El director reconoció a su amigo, y él mismo fue corriendo a buscar remedios, con los que el cazador se curó enseguida.
Cuando el cazador supo cómo lo había salvado la tortuga, cómo había hecho un viaje de trescientas leguas para que tomara remedios, no quiso separarse más de ella. Y como él no podía tenerla en su casa, que era muy chica, el director del Zoológico se comprometió a tenerla en el Jardín, y a cuidarla como si fuera su propia hija.
Y así pasó. La tortuga, feliz y contenta con el cariño que le tienen, pasea por todo el jardín, y es la misma gran tortuga que vemos todos los días comiendo el pastito alrededor de las jaulas de los monos.
La noche de los feos
Mario Benedetti
1
Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente
feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años, cuando le hicieron la
operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz,
ocurrida a comienzos de mi adolescencia.
Tampoco puede decirse que tengamos ojos
tiernos, esa suerte de faros de justificación por los que a veces los horribles
consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella como
los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna
resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido.
Tal vez unido no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable
que cada uno de nosotros siente por su propio rostro.
Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo
cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera. Allí fue donde por
primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue
donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades.
En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas:
esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos —de la mano o del
brazo— tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas.
Nos miramos las respectivas fealdades con
detenimiento, con insolencia, sin curiosidad. Recorrí la hendidura de su pómulo
con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se
sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una ojeada
minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura.
Por fin entramos. Nos sentamos en filas
distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero yo, aun en la penumbra,
podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien formada. Era la
oreja de su lado normal.
Durante una hora y cuarenta minutos admiramos
las respectivas bellezas del rudo héroe y la suave heroína. Por lo menos yo he
sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi
rostro y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros
espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son
algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si
Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la
mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente.
La esperé a la salida. Caminé unos metros
junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me miró, tuve la impresión
de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o una
confitería. De pronto aceptó.
La confitería estaba llena, pero en ese
momento se desocupó una mesa. A medida que pasábamos entre la gente, quedaban a
nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis antenas están
particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese
inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente
simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya
que mis oídos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas
carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene evidentemente su interés; pero
dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculos mayor, poco menos
que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o una) de esos
bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo.
Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella
tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar del bolso su espejito y
arreglarse el pelo. Su lindo pelo.
—¿Qué está pensando? —pregunté.
Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la
mejilla cambió de forma.
—Un lugar común —dijo—. Tal para cual.
Hablamos largamente. A la hora y media hubo
que pedir dos cafés para justificar la prolongada permanencia. De pronto me di
cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con una franqueza tan
hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente
de la hipocresía.
Decidí tirarme a fondo.
—Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?
—Sí —dijo, todavía mirándome.
—Usted admira a los hermosos, a los normales.
Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado como esa muchachita que está a
su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa,
irremisiblemente estúpida.
—Sí.
Por primera vez no pudo sostener mi mirada.
—Yo también quisiera eso. Pero hay una
posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo.
—¿Algo cómo qué?"
—Como querernos, caramba. O simplemente
congeniar. Llámele como quiera, pero hay una posibilidad.
Ella frunció el ceño. No quería concebir
esperanzas.
—Prométame no tomarme como un chiflado.
—Prometo.
—La posibilidad es meternos en la noche. En
la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me entiende?
—No.
—¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total.
Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?
Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se
volvió súbitamente escarlata.
—Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca.
Levantó la cabeza y ahora sí me miró
preguntándome, averiguando sobre mí, tratando desesperadamente de llegar a un
diagnóstico.
—Vamos —dijo.
2
No sólo apagué la luz sino que además corrí
la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no era una respiración afanosa.
No quiso que la ayudara a desvestirse.
Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme
cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la espera. Estiré cautelosamente una
mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una versión estimulante,
poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron.
En ese instante comprendí que debía
arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo mismo había fabricado. O
intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No éramos eso.
Tuve que recurrir a todas mis reservas de
coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta su rostro, encontró el
surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida caricia. En
realidad mis dedos (al principio un poco temblorosos, luego progresivamente
serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas.
Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su
mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el costurón y el pellejo liso,
esa isla sin barba de mi marca siniestra.
Lloramos hasta el alba. Desgraciados,
felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble.
El Otro Yo
Se trataba de un muchacho corriente: en los
pantalones se le formaban rodilleras, leía historietas, hacía ruido cuando
comía, se metía los dedos a la nariz, roncaba en la siesta, se llamaba
Armando. Corriente en todo menos en una cosa: tenía Otro Yo.
El Otro Yo usaba cierta poesía en la mirada,
se enamoraba de las actrices, mentía cautelosamente, se emocionaba en los
atardeceres. Al muchacho le preocupaba mucho su Otro Yo y le hacía sentirse
incómodo frente a sus amigos. Por otra parte el Otro Yo era melancólico, y
debido a ello, Armando no podía ser tan vulgar como era su deseo.
Una tarde Armando llegó cansado del trabajo,
se quitó los zapatos, movió lentamente los dedos de los pies y encendió la
radio. En la radio estaba Mozart, pero el muchacho se durmió. Cuando despertó
el Otro Yo lloraba con desconsuelo. En el primer momento, el muchacho no supo
quéhacer, pero después se rehizo e insultó concienzudamente al Otro Yo. Este no
dijo nada, pero a la mañana siguiente se había suicidado.
Al principio la muerte del Otro Yo fue un
rudo golpe para el pobre Armando, pero enseguida pensó que ahora sí podría ser
enteramente vulgar. Ese pensamiento lo reconfortó.
Sólo llevaba cinco días de luto, cuando salió
a la calle con el propósito de lucir su nueva y completa vulgaridad. Desde
lejos vio que se acercaban sus amigos. Eso le lleno de felicidad e
inmediatamente estalló en risotadas.
Sin embargo, cuando pasaron junto a él, ellos
no notaron su presencia. Para peor de males, el muchacho alcanzó a escuchar que
comentaban: «Pobre Armando. Y pensar que parecía tan fuerte y saludable».
El muchacho no tuvo más remedio que dejar de
reír y, al mismo tiempo, sintió a la altura del esternón un ahogo que se
parecía bastante a la nostalgia. Pero no pudo sentir auténtica melancolía,
porque toda la melancolía se la había llevado el Otro Yo.
Algo muy grave va a
suceder en este pueblo
Gabriel García
Márquez
Imagínese
usted un pueblo muy pequeño donde hay una señora vieja que tiene dos hijos, uno
de 17 y una hija de 14. Está sirviéndoles el desayuno y tiene una expresión de
preocupación. Los hijos le preguntan qué le pasa y ella les responde:
—No
sé, pero he amanecido con el presentimiento de que algo muy grave va a
sucederle a este pueblo.
Ellos
se ríen de la madre. Dicen que esos son presentimientos de vieja, cosas que
pasan. El hijo se va a jugar al billar, y en el momento en que va a tirar una
carambola sencillísima, el otro jugador le dice:
—Te
apuesto un peso a que no la haces.
Todos
se ríen. Él se ríe. Tira la carambola y no la hace. Paga su peso y todos le
preguntan qué pasó, si era una carambola sencilla. Contesta:
—Es
cierto, pero me ha quedado la preocupación de una cosa que me dijo mi madre
esta mañana sobre algo grave que va a suceder a este pueblo.
Todos
se ríen de él, y el que se ha ganado su peso regresa a su casa, donde está con
su mamá o una nieta o en fin, cualquier pariente. Feliz con su peso, dice:
—Le
gané este peso a Dámaso en la forma más sencilla porque es un tonto.
—¿Y
por qué es un tonto?
—Hombre,
porque no pudo hacer una carambola sencillísima estorbado con la idea de que su
mamá amaneció hoy con la idea de que algo muy grave va a suceder en este
pueblo.
Entonces le dice su madre:
—No te burles de los presentimientos de los viejos porque a veces salen.
Entonces le dice su madre:
—No te burles de los presentimientos de los viejos porque a veces salen.
La
pariente lo oye y va a comprar carne. Ella le dice al carnicero:
—Véndame
una libra de carne —y en el momento que se la están cortando, agrega—: Mejor
véndame dos, porque andan diciendo que algo grave va a pasar y lo mejor es
estar preparado.
El
carnicero despacha su carne y cuando llega otra señora a comprar una libra de
carne, le dice:
—Lleve
dos porque hasta aquí llega la gente diciendo que algo muy grave va a pasar, y
se están preparando y comprando cosas.
Entonces
la vieja responde:
—Tengo
varios hijos, mire, mejor deme cuatro libras.
Se
lleva las cuatro libras; y para no hacer largo el cuento, diré que el carnicero
en media hora agota la carne, mata otra vaca, se vende toda y se va esparciendo
el rumor. Llega el momento en que todo el mundo, en el pueblo, está esperando
que pase algo. Se paralizan las actividades y de pronto, a las dos de la tarde,
hace calor como siempre. Alguien dice:
—¿Se
ha dado cuenta del calor que está haciendo?
—¡Pero
si en este pueblo siempre ha hecho calor!
(Tanto
calor que es pueblo donde los músicos tenían instrumentos remendados con brea y
tocaban siempre a la sombra porque si tocaban al sol se les caían a pedazos.)
—Sin
embargo —dice uno—, a esta hora nunca ha hecho tanto calor.
—Pero
a las dos de la tarde es cuando hay más calor.
—Sí,
pero no tanto calor como ahora.
Al
pueblo desierto, a la plaza desierta, baja de pronto un pajarito y se corre la
voz:
—Hay
un pajarito en la plaza.
Y
viene todo el mundo, espantado, a ver el pajarito.
—Pero
señores, siempre ha habido pajaritos que bajan.
—Sí,
pero nunca a esta hora.
Llega
un momento de tal tensión para los habitantes del pueblo, que todos están
desesperados por irse y no tienen el valor de hacerlo.
—Yo
sí soy muy macho —grita uno—. Yo me voy.
Agarra
sus muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y atraviesa la
calle central donde está el pobre pueblo viéndolo. Hasta el momento en que
dicen:
—Si
éste se atreve, pues nosotros también nos vamos.
Y
empiezan a desmantelar literalmente el pueblo. Se llevan las cosas, los
animales, todo.
Y
uno de los últimos que abandona el pueblo, dice:
—Que
no venga la desgracia a caer sobre lo que queda de nuestra casa —y entonces la
incendia y otros incendian también sus casas.
Huyen
en un tremendo y verdadero pánico, como en un éxodo de guerra, y en medio de
ellos va la señora que tuvo el presagio, clamando:
—Yo
dije que algo muy grave iba a pasar, y me dijeron que estaba loca.
Maravillas
de la voluntad
Octavio
Paz
A las tres en punto don Pedro llegaba nuestra mesa,
saludaba a cada uno de los concurrentes, pronunciaba para sí unas frases
indescifrables y silenciosamente tomaba asiento. Pedía una taza de café,
encendía un cigarrillo, escuchaba la plática, bebía a sorbos su tacita, pagaba
a la mesera, tomaba su sombrero, recogía su portafolio, nos daba las buenas
tardes y se marchaba. Y así todos los días.
¿Qué decía don Pedro al sentarse y al levantarse con cara
seria y ojos duros? Decía:
—Ojalá te mueras.
Don Pedro repetía muchas veces al día esta frase. Al
levantarse, al terminar su tocado matinal, al entrar o salir de casa – a las
ocho, a la una, a las dos y media, a las siete y cuarto -, en el café, en la
oficina, antes y después de cada comida, al acostarse cada noche. La repetía
entre dientes o en voz alta, a solas o en compañía. A veces sólo con los ojos.
Siempre con toda el alma.
Nadie sabía contra quien dirigía aquellas palabras.
Todos ignoraban el origen de aquel odio. Cuando se quería
ahondar en el asunto, don Pedro movía la cabeza con desdén y callaba, modesto.
Quizá era un odio sin causa, un odio puro. Pero aquel sentimiento lo
alimentaba, daba seriedad a su vida, majestad a sus años. Vestido de negro,
parecía llevar un luto de antemano por su condenado.
Una tarde don Pedro llegó más grave que de costumbre. Se
sentó con lentitud y en el centro mismo del silencio que se hizo ante su
presencia, dejó caer con simplicidad estas palabras:
—Ya lo maté.
¿A quién y cómo? Algunos sonrieron, queriendo tomar la
cosa en broma. La mirada de don Pedro los detuvo. Todos nos sentimos incómodos.
Era cierto, allí se sentía el hueco de la muerte. Lentamente se dispersó el
grupo. Don Pedro se quedó solo, más serio que nunca, un poco lacio, como un
astro quemado ya, pero tranquilo, sin remordimientos.
No volvió al día siguiente. Nunca volvió. ¿Murió? Acaso
le faltó ese odio vivificador. Tal vez vive aún y ahora odia a otro. Reviso mis
acciones. Y te aconsejo que hagas lo mismo con las tuyas, no vaya a ser que
hayas incurrido en la cólera paciente, obstinada, de esos pequeños ojos miopes.
¿Has pensado alguna vez cuántos —acaso muy cercanos a ti— te miran con los
mismos ojos de don Pedro?
Los
testigos
Julio
Cortázar
Cuando le conté a Polanco que en mi casa había una mosca
que volaba de espaldas, siguió uno de esos silencios que parecen agujeros en el
gran queso del aire. Claro que Polanco es un amigo, y acabó por preguntarme
cortésmente si estaba seguro. Como no soy susceptible le expliqué en detalle
que había descubierto la mosca en la página 231 de Olver Twist, es decir
que yo estaba leyendo Oliver Twist con puertas y ventanas cerradas, y
que el levantar la vista justamente en el momento en que el maligno Sykes iba a
matar a la pobre Nancy, vi tres moscas que volaban patas arriba. Lo que
entonces dijo Polanco es totalmente idiota, pero no vale la pena transcribirlo
sin explicar antes cómo pasaron las cosas.
Al principio a mí no me pareció tan raro que una mosca
volara patas arriba si le daba la gana, porque aunque jamás había visto
semejante comportamiento, la ciencia enseña que eso no es una razón para rechazar
los datos de los sentidos frente a cualquier novedad. Se me ocurrió que a lo
mejor el pobre animalito era tonto o tenía lesionados los centros de
orientación y estabilidad, pero poco me bastó para darme cuenta de que esa
mosca era tan vivaracha y alegre como sus dos compañeras que volaban con gran
ortodoxia patas abajo. Sencillamente esta mosca volaba de espaldas, lo que
entre otras cosas le permitía posarse cómodamente en el cielo raso; de tanto en
tanto se acercaba y se adhería a él sin el menor esfuerzo. Como todo tiene su
compensación, cada vez que se le antojaba descansar sobre mi caja de habanos se
veía precisada a rizar el rizo, como tan bien traducen en Barcelona los textos
ingleses de aviación, mientras sus dos compañeras se posaban como reinas sobre
la etiqueta «made in Havana» donde Romeo abraza enérgicamente a Julieta. Apenas
se cansaba de Shakespeare, la mosca despegaba de espaldas y revoloteaba en
compañía de las otras dos formando esos dos insensatos que Pauwels y Bergier se
obstinan en llamar brownianos. La cosa era extraña, pero a la vez tenía un aire
curiosamente natural, como si no pudiera ser de otra manera; abandonando a la
pobre Nancy en manos de Sykes (¿qué se puede hacer contra un crimen cometido
hace un siglo?), me trepé al sillón y traté de lidiar más de cerca un
comportamiento en el que rivalizaban lo supino y lo insólito. Cuando la señora
Fotheringham vino a avisarme que la cena estaba servida (vivo en una pensión),
le contesté sin abrir la puerta que bajaría en dos minutos y, de paso, ya que
la tenía orientada en el tema temporal, le pregunté cuánto vivía una mosca. La
señora Fotheringham, que conoce a sus huéspedes, me contestó sin la menor
sorpresa que entre diez y quince días, y que no dejara enfriar el pastel de
conejo. Me bastó la primera de las dos noticias para decidirme -esas decisiones
son como el salto de la pantera- a investigar y a comunicar al mundo de la
ciencia mi diminuto aunque alarmante descubrimiento.
Tal corno se lo conté después a Polanco, vi en seguida las
dificultades prácticas. Vuele boca abajo o de espaldas, una mosca se escapa de
cualquier parte con probada soltura aprisionada en un bocal e incluso en una
caja de vidrio puede perturbar su comportamiento o acelerar su muerte. De los
diez o quince días de vida, ¿cuántos le quedaba a este animalito que ahora
flotaba patas arriba en un estado de gran placidez, a treinta centímetros de mi
cara? Comprendí que si avisaba al Museo de Historia Natural, mandarían a algún
gallego armado de una red que acabaría en un plaf con mi increíble hallazgo. Si
la filmaba (Polanco hace cine, aunque con mujeres), corría el doble riesgo de
que los reflectores estropeasen el mecanismo de vuelo de mi mosca,
devolviéndolo en una de esas a la normalidad con enorme desencanto de Polanco,
de mí mismo y hasta probablemente de la mosca, aparte de que los espectadores
futuros nos acusarían sin duda de un innoble truco fotográfico. En menos de una
hora (había que pensar que la vida de la mosca corría con una aceleración
enorme si se la comparaba con la mía) decidí que la única solución era ir
reduciendo poco a poco las dimensiones de mi habitación hasta que la mosca y yo
quedáramos incluidos en un mínimo de espacio, condición científica
imprescindible para que mis observaciones fuesen de una precisión intachable
(llevaría un diario, tomaría fotos, etc.) y me permitieran preparar la
comunicación correspondiente, no sin antes llamar a Polanco para que
testimoniara tranquilizadoramente no tanto sobre el vuelo de la mosca como
acerca de mi estado mental.
Abreviaré la descripción de los infinitos trabajos que
siguieron, de la lucha contra el reloj y la señora Fotheringham. Resuelto el
problema de entrar y salir siempre que la mosca estuviera lejos de la puerta
(una de las otras dos se había escapado la primera vez, lo cual era una suerte;
a la otra la aplasté implacablemente contra un cenicero) empecé a acarrear los
materiales necesarios para la reducción del espacio, no sin antes explicarle a
la señora Fotheringham que se trataba de modificaciones transitorias, y
alcanzarle por la puerta apenas entornada sus ovejas de porcelana, el retrato
de lady Hamilton y la mayoría de los muebles, esto último con el riesgo
terrible de tener que abrir de par en par la puerta mientras la mosca dormía en
el cielo raso o se lavaba la cara sobre mi escritorio. Durante la primera parte
de estas actividades me vi forzado a observar con mayor atención a la señora
Fotheringham que a la mosca, pues veía en ella una creciente tendencia a llamar
a la policía, con la que desde luego no hubiese podido entenderme por un
resquicio de la puerta. Lo que más inquietó a la señora Fotheringham fue el
ingreso de las enormes planchas de cartón prensado, pues naturalmente no podía
comprender su objeto y yo no me hubiera arriesgado a confiarle la verdad pues
la conocía lo bastante como para saber que la manera de volar de las moscas la
tenía majestuosamente sin cuidado; me limité a asegurarle que estaba empeñado
en unas proyecciones arquitectónicas vagamente vinculadas con las ideas de Palladio
sobre la perspectiva en los teatros elípticos, concepto que recibió con la
misma expresión de una tortuga en circunstancias parecidas. Prometí además
indemnizarla por cualquier daño, y unas horas después ya tenía instaladas las
planchas a dos metros de las paredes y del cielo raso, gracias a múltiples
prodigios de ingenio, "scotchtape" y ganchitos. La mosca no me
parecía descontenta ni alarmada; seguía volando patas arriba, y ya llevaba
consumida buena parte del terrón de azúcar y del dedalito de agua amorosamente
colocados por mí en el lugar más cómodo. No debo olvidarme de señalar (todo era
prolijamente anotado en mi diario) que Polanco no estaba en su casa, y que una
señora de acento panameño atendía el teléfono para manifestarme su profunda ignorancia
del paradero de mi amigo. Solitario y retraído como vivo, sólo en Polanco podía
confiar; a la espera de su reaparición decidí continuar el estrechamiento del
"habitat" de la mosca a fin de que la experiencia se cumpliera en
condiciones óptimas. Tuve la suerte de que la segunda tanda de planchas de
cartón fuera mucho más pequeña que la anterior, como puede imaginarlo todo
propietario de una muñeca rusa, y que la señora Fotheringham me viera
acarrearla e introducirla en mi aposento sin tomar otras medidas que llevarse
una mano a la boca mientras con la otra elevaba por el aire un plumero
tornasolado.
Preví, con el temor consiguiente, que el ciclo vital de
mi mosca se estuviera acercando a su fin; aunque no ignoro que el subjetivismo
vicia las experiencias, me pareció advertir que se quedaba más tiempo
descansando o lavándose la cara, como si el vuelo la fatigara o la aburriera.
La estimulaba levemente con un vaivén de la mano, para cerciorarme de sus
reflejos, y la verdad era que el animalito salía como una flecha patas arriba,
sobrevolaba el espacio cúbico cada vez más reducido, siempre de espaldas, y a
ratos se acercaba a la plancha que hacía de cielo raso y se adhería con una
negligente perfección que le faltaba, me duele decirlo, cuando aterrizaba sobre
el azúcar o mi nariz. Polanco no estaba en su casa.
Al tercer día, mortalmente aterrado ante la idea de que
la mosca podía llegar a su término en cualquier momento (era irrisorio pensar
que me la encontraría de espaldas en el suelo, inmóvil para siempre e idéntica
a todas las otras moscas) traje la última serie de planchas, que redujeron el
espacio de observación a un punto tal que ya me era imposible seguir de pie y
tuve que fabricarme un ángulo de observación a ras del suelo con ayuda de los
almohadones y una colchoneta que la señora Fotheringham me alcanzó llorando. A
esta altura de mis trabajos el problema era entrar y salir: cada vez había que
apartar y reponer con mucho cuidado tres planchas sucesivas, cuidando no dejar
el menor resquicio, hasta llegar a la puerta de mi pieza tras de la cual
tendían a amontonarse algunos pensionistas. Por eso, cuando escuché la voz en
el teléfono, solté un grito que él y su otorrinolaringólogo calificarían más
tarde severamente. Inicié entonces un balbuceo explicativo, que Polanco cortó
ofreciéndose a venir inmediatamente a casa, pero como los dos y la mosca no
íbamos a caber en un pequeño espacio, entendí que primero tenía que ponerlo en
conocimiento de los hechos para que más tarde entrara como único observador y fuera
testigo de que la mosca podía estar loca, pero yo no. Lo cité en el café de la
esquina de su casa, y ahí, entre dos cervezas, le conté.
Polanco encendió la pipa y me miró un rato. Evidentemente
estaba impresionado, y hasta se me ocurre que un poco pálido. Creo haber dicho
ya que al comienzo me preguntó cortésmente si yo estaba seguro de lo que le
decía. Debió convencerse, porque siguió fumando y meditando, sin ver que ya no
quería perder tiempo (¿y si ya estaba muerta, y si ya estaba muerta?) y que pagaba
las cervezas para decidirlo de una vez por todas.
Como no se decidía me encolericé y aludí a su obligación
moral de secundarme en algo que sólo sería creído cuando hubiera un testigo
digno de fe. Se encogió de hombros, como si de pronto hubiera caído sobre él
una abrumadora melancolía.
-Es inútil, pibe -me dijo al fin-. A vos a lo mejor te
van a creer aunque yo no te acompañe. En cambio a mí...
-¿A vos? ¿Y por qué no te van a creer a vos?
-Porque es todavía peor, hermano -murmuró Polanco-. Mirá,
no es normal ni decente que una mosca vuele de espaldas. No es ni siquiera
lógico si vamos al caso.
-¡Te digo que vuela así! -grité, sobresaltando a varios
parroquianos.
-Claro que vuela, así. Pero en realidad esa mosca sigue
volando como cualquier mosca, sólo que le tocó ser la excepción. Lo que ha dado
media vuelta es todo el resto -dijo Polanco-. Ya te podés dar cuenta de que
nadie me lo va a creer, sencillamente porque no se puede demostrar y en cambio
la mosca está ahí bien clarita. De manera que mejor vamos y te ayudo a desarmar
los cartones antes de que te echen de la pensión, no te parece.
-Mira,
ve: ya empezó el invierno.
De las espaldas del cielo caía sobre Panamá un torrente de filos claros que escurrían, de la tierra herida en las calles adyacentes, a la Vía España. En la frontera de asfalto las aguas turbias se arrinconaban desorientadas, temiendo sin conciencia la succión del drenaje. Respiración lejana de la ciudad, marcha de rumores, quedaba suspendida en el vapor de las aceras, en el occipucio de las palmas, en los cuerpos estacionados bajo los toldos.
Luz visceral, amarilla como la lluvia al abrazar el polvo. Muriel despertó, eran las doce del día. Las ventanas abiertas se mecían hasta formar una esdrújula reticente, las sábanas caían pesadas sobre su cuerpo. Sombra corta de las patas de la mesa, y el silencio dominaba la tos del hombre. Ana ya no estaba; quizás volvería en la tarde, mojada, a pasearse en su cáscara floja.
Muriel extendió los brazos y colocó sus manos sobre la cabeza. Entre los minutos, moscas verdes visitaban el mapa gris de su torso, y los sobacos vencían al aire. Vacío; sólo observaba las lejanas colinas, recortadas por la navaja oscura del día. Ni un pájaro, ni un presagio. Únicamente tiempo enredado en la maraña de electricidad. Jugaba con lentitud a la jitanjáfora: el país estaba poblado de ellas, eran como sus pies...
Alanje, Guararé, Macaracas, Arraiján, Chiriquí.
Sambú, Chitré, Penonomé.
Chimán, Cocolí, Portogandí... Ese ritmo era su defensa.
Cuando escampó, Muriel se levantó con la frente empapada. Fue al clóset a buscar sus zapatos; estaban cubiertos de un limo verde, igual que sus libros, reblandecidos, resistiéndose a que se les leyera. En un plato, quedaban cubos de hielo agonizantes; los colocó sobre su pescuezo, y apretó duro, hasta que le volvió la tos. Cerca de las ventanas, las plantas jaspeadas volvían a hincharse, sus brazos abiertos picoteados de rojo. Con ellas, renacían el sol y el lento pulular: diástole paralítica de la Avenida Central, línea de la vida divergente, disparada por las hojas frágiles sobre los quioscos de Santa Ana, ahogada en un raspado de limón, manos en las dos orillas de la Zona del Canal, estirando los nervios hasta no alcanzarse. Los murmullos tornaban a la cabeza de Muriel con el cuentagotas del sudor.
En ese momento, sintió Muriel la comezón en la rabadilla. Rascarla, la acrecentaba. Era algo más... una bola que parecía cobrar autonomía del resto del cuerpo. Una sed de magia, o de medicina, le hizo saltar de la cama, ¡quién sabe qué gárgolas tropicales podrían invadirlo todo, fabricadas de carne, pero, como las otras, pétreas en su espíritu y su risa permanente! Era el día, el día que en una mueca alegre reservaba la tiniebla y la cancelación. Habría que esperar la noche para reconquistar los testimonios, para sentir la luz y derramarla con ritmo. En la noche estaba la permanencia: la cumbia fijaba, el tamborito, copa de latidos vertiente, el eco incesante de los vasos, eliminaban el tránsito sin fin que en silencio corría durante el sol. en la noche, había tiempo entre los adioses.
¡Maldita humedad! Los dedos le resbalaron sobre la hinchazón, no era posible apresarla y rascar. Y crecía, crecía hasta estallar, medallón de poros líquidos. Muriel se desnudó, y con la nuca torcida, fue a reflejarse de espaldas al cristal. Ya no era posible rascar sin ultrajes, y al minuto, sin quebrar: los pétalos de amarillo y violeta, el metal uniforme del polen, el tallo bulboso: había nacido una orquídea, perfecta, de abandonada simetría, lánguida en su indiferencia al terreno de germinación.
Orquídeas en la rabadilla. Sentía que el paisaje lo mamaba con dientes de alfiler, hundiendo las raíces del suelo en su piel, amasando su cerebro contra la roca hasta hacer de sus ojos un risco ciego.
Pero había problemas prácticos a los cuales atender. ¿Cómo ponerse los pantalobes? ¿La flor, convertida en pasta? Del tallo de la orquídea al centro de sus nervios corría un dictado que soldaba la vida de la flor a la suya propia. No tuvo más remedio que recortar un círculo en la parte trasera del pantalón, para que la orquídea brotara públicamente por él. Así decorado, no tuvo empacho en salir a la calle: hay formas de prestigio que lo abarcan todo. A varios meses del Carnaval, quizá se le confundió con una condición suspensiva; acaso, se le consideró una nueva modalidad de la alegría. El hecho es que la orquídea paseó, en un vaivén gracioso, ante la mirada blanca de los bazares hindúes, entre las faldas tensas y las blusas moradas de los negros de Calidonia, sin más furia que el ojo de una serpiente. Horas y horas, en un paseo caluroso que no parecía mermar la fresca galanura de la flor. En la cantina del Coco Pelao, Muriel la roció de pipa; la flor cambió de colores, pero se esponjó gozosa, sus pétalos abrazaron las nalgas del hombre, lo sacaron de la cantina, lo empujaron hasta las puertas del Happyland. Esa noche, bailó Muriel como nunca; la orquídea marcaba el son, sus savias corrían hasta los talones del danzarín, subían al plexo, lo arrastraban de rodillas, lo agitaban en un llanto seco y rabioso. De la raíz de la orquídea salían chillando ondas tensas como una letanía ¡Chimbombó! ¡Chimbombó!
¡Chimbombó! cierra mis heridas,
De las espaldas del cielo caía sobre Panamá un torrente de filos claros que escurrían, de la tierra herida en las calles adyacentes, a la Vía España. En la frontera de asfalto las aguas turbias se arrinconaban desorientadas, temiendo sin conciencia la succión del drenaje. Respiración lejana de la ciudad, marcha de rumores, quedaba suspendida en el vapor de las aceras, en el occipucio de las palmas, en los cuerpos estacionados bajo los toldos.
Luz visceral, amarilla como la lluvia al abrazar el polvo. Muriel despertó, eran las doce del día. Las ventanas abiertas se mecían hasta formar una esdrújula reticente, las sábanas caían pesadas sobre su cuerpo. Sombra corta de las patas de la mesa, y el silencio dominaba la tos del hombre. Ana ya no estaba; quizás volvería en la tarde, mojada, a pasearse en su cáscara floja.
Muriel extendió los brazos y colocó sus manos sobre la cabeza. Entre los minutos, moscas verdes visitaban el mapa gris de su torso, y los sobacos vencían al aire. Vacío; sólo observaba las lejanas colinas, recortadas por la navaja oscura del día. Ni un pájaro, ni un presagio. Únicamente tiempo enredado en la maraña de electricidad. Jugaba con lentitud a la jitanjáfora: el país estaba poblado de ellas, eran como sus pies...
Alanje, Guararé, Macaracas, Arraiján, Chiriquí.
Sambú, Chitré, Penonomé.
Chimán, Cocolí, Portogandí... Ese ritmo era su defensa.
Cuando escampó, Muriel se levantó con la frente empapada. Fue al clóset a buscar sus zapatos; estaban cubiertos de un limo verde, igual que sus libros, reblandecidos, resistiéndose a que se les leyera. En un plato, quedaban cubos de hielo agonizantes; los colocó sobre su pescuezo, y apretó duro, hasta que le volvió la tos. Cerca de las ventanas, las plantas jaspeadas volvían a hincharse, sus brazos abiertos picoteados de rojo. Con ellas, renacían el sol y el lento pulular: diástole paralítica de la Avenida Central, línea de la vida divergente, disparada por las hojas frágiles sobre los quioscos de Santa Ana, ahogada en un raspado de limón, manos en las dos orillas de la Zona del Canal, estirando los nervios hasta no alcanzarse. Los murmullos tornaban a la cabeza de Muriel con el cuentagotas del sudor.
En ese momento, sintió Muriel la comezón en la rabadilla. Rascarla, la acrecentaba. Era algo más... una bola que parecía cobrar autonomía del resto del cuerpo. Una sed de magia, o de medicina, le hizo saltar de la cama, ¡quién sabe qué gárgolas tropicales podrían invadirlo todo, fabricadas de carne, pero, como las otras, pétreas en su espíritu y su risa permanente! Era el día, el día que en una mueca alegre reservaba la tiniebla y la cancelación. Habría que esperar la noche para reconquistar los testimonios, para sentir la luz y derramarla con ritmo. En la noche estaba la permanencia: la cumbia fijaba, el tamborito, copa de latidos vertiente, el eco incesante de los vasos, eliminaban el tránsito sin fin que en silencio corría durante el sol. en la noche, había tiempo entre los adioses.
¡Maldita humedad! Los dedos le resbalaron sobre la hinchazón, no era posible apresarla y rascar. Y crecía, crecía hasta estallar, medallón de poros líquidos. Muriel se desnudó, y con la nuca torcida, fue a reflejarse de espaldas al cristal. Ya no era posible rascar sin ultrajes, y al minuto, sin quebrar: los pétalos de amarillo y violeta, el metal uniforme del polen, el tallo bulboso: había nacido una orquídea, perfecta, de abandonada simetría, lánguida en su indiferencia al terreno de germinación.
Orquídeas en la rabadilla. Sentía que el paisaje lo mamaba con dientes de alfiler, hundiendo las raíces del suelo en su piel, amasando su cerebro contra la roca hasta hacer de sus ojos un risco ciego.
Pero había problemas prácticos a los cuales atender. ¿Cómo ponerse los pantalobes? ¿La flor, convertida en pasta? Del tallo de la orquídea al centro de sus nervios corría un dictado que soldaba la vida de la flor a la suya propia. No tuvo más remedio que recortar un círculo en la parte trasera del pantalón, para que la orquídea brotara públicamente por él. Así decorado, no tuvo empacho en salir a la calle: hay formas de prestigio que lo abarcan todo. A varios meses del Carnaval, quizá se le confundió con una condición suspensiva; acaso, se le consideró una nueva modalidad de la alegría. El hecho es que la orquídea paseó, en un vaivén gracioso, ante la mirada blanca de los bazares hindúes, entre las faldas tensas y las blusas moradas de los negros de Calidonia, sin más furia que el ojo de una serpiente. Horas y horas, en un paseo caluroso que no parecía mermar la fresca galanura de la flor. En la cantina del Coco Pelao, Muriel la roció de pipa; la flor cambió de colores, pero se esponjó gozosa, sus pétalos abrazaron las nalgas del hombre, lo sacaron de la cantina, lo empujaron hasta las puertas del Happyland. Esa noche, bailó Muriel como nunca; la orquídea marcaba el son, sus savias corrían hasta los talones del danzarín, subían al plexo, lo arrastraban de rodillas, lo agitaban en un llanto seco y rabioso. De la raíz de la orquídea salían chillando ondas tensas como una letanía ¡Chimbombó! ¡Chimbombó!
¡Chimbombó! cierra mis heridas,
junta
mis manos
erendoró, cicatriza mi vagina, detén
las
horas,
dame un porvenir
dame una lágrima Chimbombó, detén
mi
risa
apresura mi fantasma,
hazme la quietud
déjame hablar español,
alambó,
mata el ritmo para que me cree, une
mis
pulmones,
llena de tierra y flores las esclusas,
no me vendas por la luna, haz de mis
uñas
puentes,
quítame el tatuaje de estrellas,
¡Chimbombó!
Así gemía la orquídea, y todos -marineros verdes, turistas, mulatas de conos rebotantes- admiraban la belleza triste de la flor, sus movimientos de cosquilla, sus cambios de color con cada pieza musical. ¡La orquídea era un tesoro, plantado hoy en el invernadero de su rabadilla, pero...! Si ésta había florecido, ¿porqué no podrían germinar más, y más, únicas, en mutaciones sin límite? Orquídeas que saldrían congeladas en avión, a las mil ciudades donde aún quedara una mujer con fe en las insinuaciones corteses.
Muriel salió corriendo del Happyland, jadeante, sin parar hasta su casa. Ana no había regresado. Poco importaba. Rápidamente. se desnudó y tomó la navaja; sin vacilación cortó de un tajo la orquídea y la plantó en un vaso de agua. Del hueso apenas brotaba un muñón verde.
¡Primera de la cosecha, a veinte dólares cada una! No le quedaba sino esperar, tendido en la cama, a que diariamente, entre doce y dos, floreciera una nueva. Acaso nacerían multiplicadas -cuarenta, ochenta, cien dólares diarios.
Y entonces, sin aviso, del lugar exacto en que la flor había sido cercenada, brotó una estaca ríspida y astillosa. Muriel ya no pudo gritar; con un chasquido desgarrante, la estaca irrumpió entre sus piernas y ya aceitada de sangre, corrió rajante, por las entrañas del hombre, devorando sus nervios, lenta y ciega, quebrando en cristales el corazón. Ya no hablar, ya no describir. Y allí amaneció Muriel, partido por la mitad, empalado, sus brazos crispados en dos direcciones. Los pétalos de la orquídea marchita en el vaso seco, reflejaban en los ojos muertos de Muriel un lento oleaje de luz.
Afuera, entre las preposiciones, Panamá se colgaba de los dientes a su propio ser. Pro Mundi Beneficio.